Cotidianidades... 47
31/marzo/2014
Cotidianidades…
El viernes pasado tuve la oportunidad de
visitar a la mamá de una amiga que conocí en la secundaria. Es una señora que con
sabiduría me ha señalado caminos y opciones interesantes de la vida. Tan bien
le caigo, que cuando la conocí, por ejemplo, sin tapujos y con buen sentido del
humor, me dio consejos para conquistar a su propia hija.
Quizá debí alejarme de ella
en ese entonces, pues no conseguí el objetivo y cabía considerar que no fuera
tan eficaz como consejera. Sin embargo, cada vez que me ha sido posible, he
seguido teniendo largas charlas con ella, e invariablemente acabamos tocando
algún tema de mi interés. El proceso es bastante simple, café por medio le
cuento algunos de mis problemas cotidianos, los cuáles ella suele ubicar en su correcta
dimensión presente, los compara con alguna situación que haya conocido para
luego medirlos con su importancia ante mi posible historia de vida y así,
minimizados, me los devuelve con la ilusión de que por fin pueda comprenderlos,
si no es que solucionarlos.
Esta ocasión pasé a
saludarla y la charla derivó al equilibrio que algunos buscamos establecer
entre el trabajo y la familia, pues si bien es importante estar con los
nuestros, también lo es reconocer que una forma de demostrar amor es proveyendo
lo necesario para un buen vivir. El problema ocurre cuando, con tal de no
fallar como proveedores, terminamos enfrascados durante horas en el trabajo,
para luego llegar a casa muertos de cansancio y con ganas de ver a nadie.
Casualmente ella recordó a
Helena Paz Garro, hija de nuestro Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, y de
la que muchos consideran la mejor escritora mexicana del último siglo, Elena
Garro. Ambos padres dedicados a su oficio con pasión y resultados que los hace
inolvidables.
Resulta que por las diversas
actividades de Octavio y Elena (mis cuates), la niña fue dejada con la abuela
paterna. A los tres años ya había sido violada varias veces por uno de los tíos
e incluso la infectaron con gonorrea. Por supuesto que de inmediato la sacaron
de ahí para curarla… aunque luego la regresaron y al poco tiempo la niña quedó
infectada de nuevo.
Entre tratamientos y
violaciones, Helena Paz quedó estéril y ya un poco más grande fue enviada a un
internado en Suiza. Vivió el divorcio de sus padres y luego acompañó a Elena
Garro en su peregrinar por varios países, huyendo de la persecución política
que siguió a la matanza del 68 (se le acusó de ser instigadora de los
estudiantes), del repudio de los intelectuales (a quienes ella reviró la
acusación) y de sus propios miedos aumentados por la paranoia.
La pasaron tan mal
económicamente, que cuentan que en España debieron pedir asilo en una casa de
asistencia para mendigos. De ahí en adelante la vida de las dos mujeres estuvo
rodeada de gatos, bastante odio a Octavio Paz —a quien la hija, supuestamente, después
perdonó por el abandono en que la tuvo siempre— y miseria, mucha miseria, al
grado que cada vez que aparecían en medios reclamaban la falta de dinero, y en
no pocas ocasiones recurrieron a la ayuda de amigos y personalidades que las
admiraban para salir adelante con sus compromisos económicos.
—No sé mucho de literatura
—dijo la mamá de mi amiga—, algo leo, pero estoy lejos de ser una crítica. Lo
que sí te puedo decir, es que su hija fue la obra más triste y peor lograda de
ese par de escritores, que serían geniales, pero no dejaron de fallar como
seres humanos.
Esa noche comenté el tema
con mi esposa y decidimos que, por el bien común, ninguno de los dos aspirará
al premio nobel en nuestras respectivas carreras, en cambio disfrutaremos a
nuestro hijo y si algún trauma le dejamos, será con base al cariño y no al
olvido.
Comencé el cuarto párrafo de
esta columna refiriéndome a la casualidad de que justo hubiéramos hablado de
Helena Paz Garro, esto es porque al día siguiente, domingo 30 de marzo,
falleció en su casa, justo un día antes de que se cumplieran cien años del
natalicio de su padre. Que en paz descanse.
Al saber la noticia, mi
esposa y yo retomamos la conversación y además de culparme de haberle echado la
sal a doña Helena, viéndome a los ojos y señalándome con el índice me prohibió
hablar de ella con la mamá de mi amiga, “nomás para evitar futuras casualidades”,
me dijo y después, un tanto nerviosa, se puso a jugar con el niño.
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