Cotidianidades... 19

27/agosto/2013


Cotidianidades…
Darse por vencido podría parecer fácil. Uno se rinde o renuncia porque el probable éxito o alcance del objetivo que se persigue, empieza a resultar muy caro. Ya no estamos tan dispuestos a pagar el costo anímico, físico, moral o económico que nos representará el beneficio. Por supuesto que la renuncia, más allá de lo fácil que parezca, implica dolor y uno va pasando por las distintas etapas de ese duelo que nos ayudan a aceptar lo perdido.

Un ejemplo más o menos común lo podemos observar en algunas experiencias de enamoramiento que, considero, muchos hemos vivido.  Me refiero a aquellas ocasiones en que el objeto de nuestro amor no corresponde como uno espera, desea o cree merecer. Es decir, el imbécil o la zonza no se dan cuenta de la maravillosa oferta que se están perdiendo y además se dan el lujo de despreciarnos.

En esos casos, para contrarrestar el desdén y conseguir su objetivo, la persona desquiciada de amor puede recurrir a la estrategia de intentar ofrecer más, esto con la mira de obtener un mayor reconocimiento y ser mejor valorados por los ojos de ese otro que tanto nos interesa. Lo malo es que frecuentemente esa estrategia no funciona y la potencial pareja aumenta su desprecio al doble, multiplicado por varios caprichos y sumándole algunos desprecios. Nos desgarra del dolor, buscamos apoyo moral en la familia, aburrimos con nuestra historia mil veces repetida a los amigos y creemos que la canción “yo no nací para amar” estuvo inspirada en alguien como nosotros.

Lo más probable es que la persona amorosa y despreciada algún día se canse de los desprecios, aprenda a quererse, vaya al psicólogo, encuentre otro ser que lo siga despreciando o alguien que de verdad lo valore y, con su respectivo duelo y autoconsuelo, se aleje del o de la que amaba. Renuncia al objeto de su amor, a pesar de todas las ilusiones, promesas y esfuerzos invertidos.

Aún después de este proceso y cuando ya parecen curados, he escuchado a más de uno preguntar y preguntarse: ¿Y si esa era la persona indicada y no di todo lo necesario? ¿Qué tal si hubiera hecho más?

Lo más probable es que con el tiempo se reconozca que no había mucho más qué hacer o dar, pues cuando alguien no nos supo querer como personas, menos nos habría de querer como tapetes.

Claro, el amor es una eventualidad que por lo general no nos causa problemas todos los días, pero en lo cotidiano sí solemos perseguir objetivos que nos llevan a encarar dificultades, broncas, burocracias, trampas del destino, burlas del azar y desencuentros personales. Entonces, cuando comenzamos a cansarnos y vemos un futuro gris oscuro con facha de smog, surgen un montón de dudas: ¿Hasta dónde debo seguir empujando este proyecto? ¿Será que es para mí? ¿No estaré caminando en contra de los designios superiores y, por tanto, buscando mi propia desgracia? ¿Cuál es el límite a los problemas que puedo aceptar como máximo antes de rendirme? ¿Cómo me veré al espejo si me rajo y no sigo adelante?

Hace poco un amigo nos confió su deseo de correr el maratón de la Ciudad de México y varios fuimos testigos de cómo comenzó a prepararse. Durante el periodo de entrenamiento debió parar por una infección estomacal y por problemas laborales. Justo dos semanas antes de la carrera se enfermó grave su mamá, lo que le implicó gastos que lo dejaron corto de dinero y además empezó a sentir un dolor en la rodilla derecha. Le dijeron que no estaba descansando lo suficiente y, acosado por las ansias, le daban ataques de hambre que lo hicieron subir de peso y bajar en su rendimiento. Aún así, animado por su equipo de corredores decidió ir, sólo que justo un día previo al viaje también se enfermó una de sus hijas. Aunque en ese caso no fue tan grave, no se atrevía a ausentarse de la casa. En esta ocasión fue su esposa quien lo alentó a terminar lo que había empezado. 

—Subíte al camión con los de tu equipo —le dijo ella y le dio su bolsa de tortas para el camino—. No de vicio entrenaste tanto, además ya pagamos tu transporte y el hotel.

Varios kilómetros antes de llegar al Distrito Federal, el autobús estuvo detenido cinco horas en la carretera por un tráiler accidentado, lo que les quitó un tiempo precioso para ir a recoger los números con que correrían. Ya en la ciudad de México le tocó ver una detención policiaca bastante violenta y, al llegar a la sede del evento, se enteró que por algún error en el sistema él no estaba registrado, no le asignaron un número y no había nada que pudieran (o quisieran) hacer por ayudarlo, a pesar de tener sus comprobantes de inscripción en la mano. Al final, incluso, lo estaban acusando de falsificar esos documentos. Salió del edificio mentando madres y jurando que correría a pesar de los organizadores.

Para su mala suerte, de regreso al hotel, cabizbajo y frustrado, por casualidad le tocó escuchar la charla de unos maratonistas que comentaban preocupados cómo el año pasado murió un competidor de 38 años, es decir, cinco años más joven que él.

—Creo que no debo correr —nos dijo en el lobby del hotel—. Pienso que todo lo que me ha pasado son una serie de mensajes divinos diciéndome que no debo participar. Creo que “alguien” —y señaló al cielo— está evitando que me haga daño.

Por más que lo intentamos, no hubo modo de convencerlo de seguir adelante y, seguro en su decisión, más o menos sonriente, se fue a su cuarto deseándonos buena suerte a los demás y aseguró que no correr era lo mejor para él. Había llegado a su límite. A unas horas de lograr su objetivo, desanimado, renunció a éste. Desde su perspectiva, los augurios que leyó en situaciones cotidianas no eran alentadores y no valía la pena intentar la carrera.

Los demás también buscamos nuestro cuarto, en mi caso tardé en quedar dormido, pues no podía dejar de pensar en mis propios renunciamientos y en los límites que me puse para alcanzar ciertos objetivos. Aunque de repente pensaba de manera crítica en la decisión de mi amigo, tampoco podía dejar de pensar que cada quien tiene derecho a manejar su vida como más le convenga y que en esos casos, cuando estamos ante lo que consideramos situaciones límite, no hay nada más cae mal que un criticón que nos venga a decir cómo manejar nuestro propio destino.

 

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