Cotidianidades... 48

07/abril/2014


Cotidianidades…
El fin de semana pasado tuvimos la ocurrencia de llevar a nuestro hijito a una exposición de dinosaurios. La verdad es que los fósiles y las réplicas mecánicas de estos seres mesozoicos resultaron impresionantes, tanto, que en distintos momentos nuestro hijo pegó un par de gritos por la impresión que le causaron y se negó a fotografiarse cerca de esos potenciales devoradores de bebés. Como buen padre, saqué mi libretita para anotar el posible trauma y, en su momento, presentárselo al psicólogo correspondiente.

Uno de estos dinosaurios mecánicos, además de ser ruidoso e intimidante, tenía la gracia de que lo podías manejar a tu antojo. Todo era cuestión de apretar el botón adecuado para que moviera la cabeza, alguna de las patas o girara el cuerpo. Pero si este espectáculo resultaba atractivo, no se quedaba atrás el que estaba ocurriendo a nuestro lado: un niño de no más de tres años manejaba a sus padres como se le hinchaba su real gana, ¡y sin botoncitos!

En cuanto se cansó, el niño sacó de ahí a sus papás y se los llevó a la cafetería, allá tuvimos la suerte de volver a encontrarlos, aunque en una escena distinta, casi surrealista: el niño estaba recostado sobre las piernas de su padre, retorciéndose como poseído y dando de alaridos; su papá trataba de contenerlo con gesto desesperado mientras pensaba, supongo, por qué no en lugar de tener hijos se dedicó a la producción de cochinilla.

Por suerte la mamá llegó corriendo y, como si fuera un elixir expulsa espíritus chocarreros, le entregó una coca al querubín. El niño apenas tocó la lata, mágicamente quedó sanado y la mamá, viendo hacia nosotros, dijo:

—A veces no queda de otra que sobornar a los hijos para que se porten bien.

Si hubieran bajado un telón, lo juro, me habría levantado para a aplaudir el drama; en la mirada lúgubre de la señora se concentraban el dolor de Marga López y Victoria Ruffo juntas, en tanto el señor mantenía un gesto de angustia que le habría envidiado Fernando Soler.

Fue imposible no imaginar con miras a qué están educando estos señores a su hijo, cuando compran sus voluntades con sobornos. Yo habría resuelto el asuntito con una impopular y muy efectiva nalgada, es más, a punto estuve de sugerirlo, sólo que la prudencia imperó. Eso sí, y ya que la señora entró al tema, les conté de un policía que esa mañana extorsionó a dos jóvenes que llegaron a vender desayunos al parque donde troto. El policía —gordo, sucio y desgarbado— los acusaba de ofrecer alimentos cocinados sin la higiene adecuada, y como los jóvenes no tenían dinero, se conformó con llevarse una cajita de desayuno.

Claro, es probable que el chamaquito, aprendiz de las “artes del buen sobornar”, en lugar de ser policía vaya a la universidad, ponga su empresa y le venda servicios al gobierno. Gracias a las enseñanzas de casa, sabrá que para conseguir obras debe dar el correspondiente diezmo —que todos conocen pero nadie combate—, extorsionar a líderes sindicales y a quienes lo supervisen y así, entre tanto gasto, al final entregará un producto de mala calidad si no es que inútil. De cualquier modo su único castigo será la condena popular —emitida con tenues murmullos— y si es lo suficientemente hábil, tal vez hasta se sume a ésta y grite consignas contra el mal gobierno.

La otra es que se convierta en uno de estos políticos o funcionarios públicos que usan el sueldo para los chicles de sus hijos, pues el verdadero negocio, la posibilidad de enriquecerse a gusto, está en la licitación de obras, en la venta de proyectos, en la negación de actos ilícitos evidentes y en el cobro desmedido a trámites que deberían ser gratuitos. Mi abuelita habría dicho: “allá ellos y su conciencia”; mi abuelo le habría contestado, “es que estos ni conciencia tienen”.

Algunos dicen que la corrupción en nuestro país es histórica e irremediable. Yo soy un poco más optimista, creo que las cosas se pueden resolver, aunque esto requiere una convicción sincera y nacional de querer vivir mejor, así como ciertas medidas drásticas. ¿A qué me refiero? A castigar como traición a la patria el ofrecer o recibir cualquier tipo de soborno en el que entre en juego dinero público o el bienestar común; a exigir un trato respetuoso, eficiente y honesto a nuestros servidores públicos; a obligar a un rendimiento de cuentas minucioso y transparente de los líderes gubernamentales y, sobre todo, a educar a nuestros hijos con miras a convertirlos en buenos seres humanos y no en buitres codiciosos, deshonestos y egoístas. La verdad es que a los bebés nos los entregan limpios de espíritu y bastante nobles, ¿qué necesidad hay de echarlos a perder y de empezar a sobornarlos desde tan pequeños? Ninguna, creo yo.

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