Cotidianidades... 8

31/mayo/2013

Cotidianidades…

Recuerdo que cuando era niño, mi tía Luvia y yo nos sentábamos en los escalones de su casa que daban a la calle para ver pasar a la gente, platicar mis temas infantiles o quizá simplemente para estar callados. El motivo era lo de menos, pues al final de cuentas ese ritual cotidiano resultó ser realmente importante, en tanto todavía lo recuerdo y a veces aún lo extraño.

Ella casi siempre llevaba a los escalones una taza de café, donde yo tenía permitido remojar las galletas que me había invitado. Después íbamos a la cocina, ella a preparar la cena de sus huéspedes, yo a inventar historias imposibles que ella escuchaba atenta, como dando por hecho la veracidad absoluta de mis palabras.

En ese entonces el tiempo alcazaba para que después viéramos la tele juntos, me contara historias y sueños de su infancia, y hasta para rezar y compartir una última charla, rápida, sobre los planes del día siguiente.

También los niveles de energía en las personas parecían durar más, o al menos no se agotaban en unas cuantas horas. Pocas veces la escuché hablar de su cansancio a pesar de tener más de sesenta años y, cuando lo mencionaba, era para referirse a que, pasada las once de la noche, ella estaba entrando en los terrenos del desvelo.

Ahora, unos cuantos lustros después, lo cotidiano suele ser la falta de tiempo, el cansancio y el olvido. No importa que la tecnología nos ayude a estar comunicados en casi cualquier lugar y a toda hora, que podamos comprar comida preparada cada dos cuadras y que con las computadoras se nos facilite la posibilidad de producir, en el mismo tiempo, el doble o triple de trabajo que antes. El tiempo no alcanza y el cansancio se va convirtiendo en un mal crónico que le abre las puestas a las enfermedades.

Claro, para descansar se necesita tiempo, y con los ritmos de vida que traemos, bastante suerte es que podamos dormirnos antes de la media noche para luego despertarnos a las pocas horas y córrele a preparar el desayuno, despertar a los niños, ver que tengan puesto el uniforme del día y vámonos a la escuela, rápido te fijas si no olvidas algo pues regresar a la casa está canijo, además entre el tráfico, las preocupaciones y el estrés porque se hace tarde para llegar a la oficina, debo terminar de arreglarme, hacer llamadas, solucionar problemas de la casa e ingeniármelas con el horario de comida para pagar las cuentas, ir al banco y, si se puede, hasta hacer parte del súper.

Por momentos el cansancio parece desaparecer, pero apenas le das chance al cuerpo de descansar y te sientes molido, a veces destrozado, entonces prefieres no tener tiempos libres, porque de ese modo no te relajas, no piensas y puedes soportar un poco más el peso de la vida. Estamos cansados y, para recuperarnos, en lugar de descansar, echamos manos de multivitamínicos.

A los hijos los ves ya tarde. Tarde en horario y en tu capacidad para atenderlos. Para esa hora puede ser que el cansancio te provoqué un leve dolor de huesos, un poco de jaqueca, un mucho de hastío, y te preguntas cómo le hacían las personas de antes para tener tiempo libre, pero tampoco a las dudas existenciales puedes dedicarle muchos minutos, ni que fueran tan importantes, o no más que revisar la tarea, preparar uniformes, terminar el oficio que nos quedó pendiente del trabajo y a ver si ya se callan, déjense de gritos y peleas y qué palabra es esa y ahí te va un tapa-bocazo porque no sé dónde aprendes esas cosas… Quizá te animes a culpar a la escuela, aunque también puede ser que en el interior te queda la angustia de, precisamente, no saber dónde y cómo se están educando tus hijos.

Otra consecuencia de estos tiempos modernos quizá sea el olvido. No me refiero al olvido provocado por el cansancio y que muchos hemos experimentado, por ejemplo, cuando nos desvelamos trabajando. Hablo del olvido de esas cotidianidades que se convierten en rituales inolvidables.

Te olvidas un poco de los hijos, quienes de pronto te sorprenden con su tamaño, sus bromas, sus virtudes y sus yerros. Es más, de repente hasta te sorprenden con anécdotas de sus vidas de las que nunca te enteraste. Claro, en ese caso se puede alegar que no hay olvido, simplemente no sabías. Este argumento no quita que de alguna manera te olvidaste de ellos lo suficiente como para no enterarte por dónde iba su vida.

También es probable que te olvides de tu pareja. No hay tiempo para estar juntos como antes, cuando eran novios o recién casados. Se olvidan las complicidades, ciertos códigos personales se van a la maleta del abandono y hasta el contacto íntimo comienza a ser un lindo recuerdo que, cuando ocurre, pierde la espontaneidad y se fija —con horario incluido— en la agenda del fin de semana. La distancia entre los dos —justificada por el poco tiempo disponible, la falta de energía y la conciencia de que se está trabajando por la familia—, con los años se vuelve insalvable y algunos hasta terminan preguntándose cómo pudieron pasar tanto tiempo con alguien que apenas conocían.

De igual forma nos olvidamos de nosotros mismos. Dejamos a un lado aficiones, amistades y momentos de introspección pues, si algún tiempo tenemos disponible, lo usamos para descansar, para cerrar los ojos y hundirnos en un sueño reparador, mientras nos consolamos pensando que, al final de cuentas, todo lo hacemos por el bien de los nuestros y para estar mejor de lo que estuvieron nuestros padres.

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