Cotidianidades... 15
29/julio/2013
Cotidianidades…
Si bien cumplir años no es algo cotidiano -en tanto ocurre una vez cada
365 ó 366 días-, como que el tiempo cada vez pareciera avanzar más rápido y
nuestros cumpleaños parecen adelantarse al menos un par de meses a su punto
original. Antes, cuando era niño, para ser el cumpleañero y con suerte el
centro de atención y destinatario de regalos, la fecha tardaba un largo,
angustioso e inacabable año. Ahora, varias décadas después, hasta se pregunta
uno: ¿Cómo? ¿Otra vez? Pero si acaba de pasar.
Lentamente uno empieza a comprender que Gardel tenía la
boca llena de razón cuando cantaba aquello de “que veinte años no es nada”, de
repente te sorprendes a ti mismo llamando “chicas” a contemporáneas que ya son
abuelas, y los puntos de reunión con los amigos no son en un bar, sino de
preferencia en un restaurant con juego para los niños o en un café “algo
tranquilo, porque luego el bullicio me pone de malas”.
Por supuesto que todos se dan cuenta cómo vas acumulando
años. Todos menos uno mismo, que se siente joven y vigoroso, tanto que se
compara con los veinteañeros, a quienes terminamos por darles una serie de
consejos y recomendaciones sobre cosas que nosotros sí hacíamos a su edad, y no
nos silencia ni siquiera la sonrisa burlona que intenta decir algo así como:
“ay, tío, qué ganas de hacerme perder el tiempo”.
Los golpes bajos, sin embargo, suelen venir de los más
inocentes. Son los niños quienes te ubican en cómo te ven desde afuera con
preguntas como: ¿En tu época existían las fotos a color? ¿A poco ya había cine?
¿Conociste a Miguel Hidalgo? O qué tal cuando los encuentras con un casete de
Timbiriche en la mano y te cuestionan con un: ¿Para qué sirve esto?
Otra muestra evidente del pasar del tiempo la encontramos
en los álbumes. Dice García Márquez que envejecemos más en las fotos que en la
vida real. Algo de razón tiene, además, a través de ellas aprendemos a
comprender que de jóvenes éramos demasiado rigurosos para juzgarnos, y que
junto con el tiempo se van muchas personas que no volverán a aparecer en ninguna
foto con nosotros.
Hace unos días cumplí años. La fecha llegó como por
asalto, en medio de una vorágine de trabajo y después de varias noches de
desvelo. La recordé cuando en la oficina me interrumpieron para cantarme las
mañanitas y confirmé el hecho cuando mi familia me sorprendió con una fiesta
francamente inesperada. Hubo marimba, sopa de pan, cochito, pastel y café con
pan tuxtleco. Alguien me preguntó por la última vez que festejé mi cumpleaños a
lo grande, respondí que tenía una década, aunque lo recuerdo con una nitidez
que podría hacer pensar que no tiene más de dos años.
Es decir, diez años ya no me parecieron tanto, a pesar de
que en medio ocurrieron muchísimas cosas. Decidí ignorar el dato. Pero una
sobrinita, al saber mi edad, replicó: ¡Ya estás bien viejito!, y no faltó la
broma de que mi mesa de regalos la puse en la Farmacia del Ahorro.
Entonces, con acento de autocompasión te dices: Tantas
voces no pueden estar equivocadas, y comienzas con cuestionamientos más
profundos: Si la expectativa de vida de una persona, siendo generosos, pudiera
andar por los 80 años, ¿en qué parte voy? ¿Qué me falta por hacer? ¿He perdido
el tiempo? ¿Cómo me imaginaba de niño a esta edad y hasta dónde he llegado
realmente? ¿Qué pensaría ese niño del adulto que ahora soy?
En la noche, después de abrir los regalos y antecito de
hundirme en la depresión, sonó el teléfono. Era una amiga, ella no recordó que
ese día yo cumplía años y creo que se va a enterar hasta el momento en que lea
estas líneas. Llamó porque quería
contarme una discusión que acababa de tener con su madre.
La señora, de noventa años, tuvo una caída hace pocas
semanas. El accidente ocurrió en la calle y a pocas cuadras de su casa, se
lastimó la cadera, las piernas y la quijada, y sus hijos se enteraron gracias a
unos vecinos.
La señora quedó bastante herida, debieron hospitalizarla y
le llevó varias semanas sanar y recuperarse. Claro que, una vez repuesta, en
lugar de quedarse en casa decidió retomar sus actividades cotidianas como ir al
mercado, al súper y a la carnicería, la diferencia es que ahora debía utilizar
bastón.
Sus hijos de inmediato la enfrentaron para frenarla con un
argumento de apariencia irrebatible: “Si vuelve a ocurrirte algo así, quizá no
tengas tanta suerte y hasta te mueras en la calle, y nosotros, que te queremos
tanto, no deseamos que algo así pase”.
La señora los escuchó seria, atenta, asintiendo ante las verdades
que le esgrimían, luego sonrió y les explicó que, desafortunadamente, no podía
hacerles caso.
Palabras más palabras menos, la señora les dijo:
—Amo a la vida. Si me quedara en casa todo el tiempo,
empezaría a morir despacito y el peso de la vejez se iría multiplicando. En
cambio, cuando salgo, sé que sigo siendo útil, no a ustedes ni a la cocina,
sino a mí misma, que me llevo a conocer y a reconocer este mundo que tanto ha
cambiado desde que era una niña. Que puedo morir por ahí, es cierto, pero lo
haré contenta, orgullosa de saber que, hasta el último momento, acepté
enfrentar el desafío de la vida.
Hice a un lado la depresión, jugué un rato con mi hijo y
luego fui a acostarme, dispuesto a encarar otros cincuenta años, que si bien
dicen algunos que es gacho llegar a viejo, más gacho es no llegar.
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