Cotidianidades... 30
12/noviembre/2013
Cotidianidades…
No es fácil esperar. Tan difícil resulta que, por decirlo
de alguna manera, esperar se ha vuelto una palabra pesada, complicada de
soportar, es un verbo que desde niños hemos venido aprendiendo a odiar o al
menos desdeñar. Nos repiten y nos repetimos que las cosas deben hacerse rápido,
sin demoras, el camino al éxito va montado en un trote que si no es veloz no
llegará nunca a ningún lado.
Una propuesta de vida de estas
características tiene sus consecuencias. Una bastante inmediata es la
incapacidad para disfrutar pequeños placeres cotidianos, pues voltear a verlos
es una pérdida de tiempo. Junto con ellos vamos dejando ir días enteros hasta
que, abrumados por la rutina, nos preguntamos dónde quedaron aquellos momentos
más o menos felices que podíamos disfrutar de niños y que en la edad adulta nos
significaban un respiro del trajín diario.
Yo he llegado a odiar las esperas. Por
ejemplo, estar en medio del calor tuxtleco mientras el semáforo da el verde
para luego descubrir que el conductor de enfrente no está a las vivas, me ha
llevado a pensar varias cosas sobre el sujeto en cuestión. El muy ingrato
cometió el pecado de hacerme esperar. No se diga cuando llegas a realizar un
trámite al banco o, peor aún, a Telcel, siempre tan lleno de gente, cobrando a
sus anchas y con tan pocos empleados. Incluso, antes de ir, te preparas
mentalmente para esos largos minutos que pasarás formado y antes de llegar al
establecimiento invocas a todas las fuerzas del universo para que no haya muchas
personas antes que tú.
Sin embargo, esta actividad en la que
aparentemente no haces nada es parte de la vida y si hemos aprendido a verla
feo, quizá sea resultado de este rechazo postmoderno a nuestra naturaleza:
preferimos meterle al cuerpo alimentos chatarra saturados de grasas y azúcares antes
que frutas y verduras; optamos por chatear a través del celular que charlar con
quien tenemos en frente; preferimos recorrer unas pocas cuadras en auto a
caminar; y también elegimos tener un coraje mayúsculo y blasfemar contra el
mundo antes que esperar en calma unos minutos. A veces sólo segundos.
Hace algunos años fui a buscar a su casa
a un amigo sacerdote, un par de segundos antes llegó un joven indígena también en
busca de mi amigo, los dos escuchamos que no estaba; este joven decidió
sentarse a esperarlo, mi impaciencia y yo optamos por realizar otras varias
actividades y volver después.
Regresé a las tres o cuatro horas, el
joven indígena seguía en el mismo lugar, un poco cabizbajo, mientras que yo
llegaba ufano de haber logrado varios objetivos y mandados en poco tiempo.
Recuerdo que me resultó molesto verlo, pues como llegó antes que yo y además
estuvo ahí tanto tiempo “sentadote”, cuando llegara mi amigo él tendría
prioridad en cuanto a orden de atención, mientras que yo debería esperar.
Incapaz de contener cierta curiosidad
morbosa, fui a sentarme cerca suyo para empezar una charla y descubrir qué
había estado pensando ese joven durante tantas horas de espera en el mismo
lugar, sin hacer nada y, según yo, casi sin moverse.
Supongo que tenía ganas de platicar,
porque no fue difícil empezar la conversación. Me dijo que era de Zinacantán, que
se dedicaba al comercio de flores y que justo ese día tenía una entrega
importante en Mérida, a muchos kilómetros de donde estábamos. Ese negocio quizá
era el que más ganancias iba a dejarle en el año, sólo que se le presentó un
inconveniente. Palabras más palabras menos, me contó:
—Mi papá se puso malo. Se enfermó y el
doctor dice que ya no va a durar muchos días. Estamos esperando que muera en
cualquier ratito. Esa espera es dura, quizá la más dura, porque sabes que va a
pasar, no quieres que pase y tu pensamiento te dice que es lo mejor para él. Vine
a buscar al padre porque mi papá me lo pidió, y en lo que viene recordaba
muchas cosas bonitas que hicimos él y yo. Quise recordarlas todas. No se puede
porque son muchas. Pensaba que fue bueno conocerlo, que fue bueno tenerlo
cerca. Fue muy bueno. También rezaba porque ya descanse. Lo quiero, por eso
quiero que descanse, y también rezaba para no llorarlo mucho. Este tiempo aquí
me ha servido. Estoy hasta un poco contento. ¿Vos has pensado alguna vez todas
las cosas bonitas que viviste con tu papá?
Fui honesto y le dije que no, aunque no
tan honesto como para confesarle que pensé: “seguramente he estado muy ocupado
en cosas más importantes que recordar momentos bonitos con mi padre”.
—Deberías hacerlo. Te sientes bien —me
dijo.
A los pocos minutos llegó mi amigo,
apenas pudimos saludarnos pues partiría de inmediato a la casa del joven
zinacanteco.
—No sé si quieras esperarme o tengas
algo importante que hacer —me dijo—. Voy a tardar más de una hora.
Me disculpé y le expliqué que prefería
verlo en otro momento. Esa ocasión decidí no esperar, sino ir a comer con mi
padre, para seguir construyendo bonitos momentos y así los dos tengamos mucho
qué recordar cuando lleguen los tiempos de las esperas difíciles.
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