Cotidianidades... 14
16/julio/2013
Cotidianidades…
Recuerdo
con más fuerza mi primera sesión con una médium que mi primera visita al
pediatra. De hecho, la imagen de éste último es un tanto borrosa, incluso la
llego a confundir con los dibujos de “Serpientes y escaleras”, entonces ya no sé
si en realidad es un recuerdo, una invención o, como sucede con muchas cosas
del pasado, una mezcla de imaginación con toques de realidad.
En
cambio la visita a casa de doña Martita, mágica por sí misma, encerraba una
atmósfera mística que despertaba mi curiosidad de niño y que no dejaba de
sorprenderme. De ella mi recuerdo es bastante nítido. Entré a ese cuarto con
curiosidad azorada, dispuesto a tratar de descubrir, entre el humo, las flores,
las imágenes y las veladoras, el gran secreto que esa mujer utilizaba para
invocar el alma de los muertos. Ella “trabajaba” con el espíritu de una mujer
joven, a quien llamaba la hermana Rosita. Por eso, según decía, a todos lados
llevaba su retrato.
La
hermana Rosita era una joven morena, de ojos grandes y que no pasaba los veinte
años. Parecía estar viendo hacia atrás por un movimiento forzado de la cabeza,
como si alguien a sus espaldas la hubiera llamado justo a la hora del click de la cámara y ella, por instinto,
había volteado.
En
la foto no parecía doctora o enfermera, pero por alguna razón sobrenatural,
muchos adultos que guiaban mi modo de comprender el mundo, se ponían en sus
manos con la confianza absoluta de que ahí encontrarían el fin a sus males.
Entonces, siendo yo un niño de cuatro o cinco años, cómo no iba a creerle.
Crecer
cuesta, a veces hasta es doloroso. Es un proceso normalmente evolutivo, en el
que se van rompiendo paradigmas y dejando atrás creencias que fueron cinceladas
en nuestro ser. Eso me pasó a mí con los acercamientos al conocimiento científico.
No sólo dejé de creer en lo que aprendí de niño, sino que renegué de ello.
Entre ese “ello”, por supuesto, estaba toda situación mística.
Pero
la realidad es más poderosa que cualquier línea de pensamiento o camino
científico, y a veces te hace reconsiderar tus pasos.
Aunque
para la mayoría de las personas enfermarse de vez en cuando podría ser algo más
o menos normal, incluso común conforme a las temporadas -“anda de moda la
gripa”, decía una vecina-, la verdad es que a nadie le gusta caer enfermo. El
punto es que estando enfermos no siempre es necesario recurrir a la medicina
alópata. Un tecito de ajo con flor de bugambilia y eucalipto es muy buen
remedio para la tos, ni qué decir del epazote para desparasitarse, o la
manzanilla para limpiar heridas y quitar malestares estomacales. La homeopatía
también tiene su lado científico, en tanto echa mano de sustancias que, a su
modo, combaten las enfermedades.
Así,
despacito y de puntitas, marcados por la necesidad, a través de los remedios
caseros vamos entrando a arenas y remedios más difíciles de entender aunque
bastante efectivos. Tanto que hasta algunos médicos, en voz baja, los
recomiendan. De ahí que curemos el mal de ojo pasando un huevo, ofrezcan una
rameada con albahaca para el espanto y, más ad
hoc a los tiempos postmodernos, recurramos al reiki en sus distintas
presentaciones para llenarnos de energía o sacarnos el estrés.
Hace
poco me enfermé del estómago y esto implicó dejar de lado compromisos y
placeres que me dolieron perder. Pero más me dolía el estómago. El que me
dieran dos o tres veces que “todo mundo anda así… es la temporada”, no me
tranquilizaba ni calmaba mis malestares.
Muy
temprano me acomodé en el sillón de la sala y empecé a preguntarme a qué médico
iría a consultar. Fue ahí, tumbado por una infección, que recordé a los
médiums, a quienes curan con imanes y con la imposición de manos. Creo que
hasta sonreí benévolo mientras pensaba en los crédulos que recurren a esos
caminos para curarse.
En
eso bajó mi esposa, traía de la mano a nuestro hijo. El niño, al verme, corrió
sonriente hacia mí y me abrazó apoyando su cabeza sobre mi estómago. Ahí estuvo
casi dos minutos. Observe su reloj y verá que no es tan poco tiempo. El niño no
se movía, incluso pensé que se había vuelto a dormir. De pronto giró su rostro
hacia mí y me regaló una sonrisa.
Cuando
se levantó me sentí mucho mejor. No por ello dejé de recurrir a los
medicamentos, aunque también es cierto que quizá, movido por la intuición
infantil, el niño me recetó varios abrazos más de ese tipo a lo largo del día,
y en cada ocasión, yo tenía menos motivos para quejarme.
No
sé qué tanto ayudó mi hijo a que me curara, ni puedo asegurar, a partir de esta
experiencia, que la energía sanadora exista. De lo que sí estoy seguro es que con
su energía desquebrajó mucho de mi ser escéptico y me ha hecho volver la vista
al pasado, como quizá lo estaba haciendo la hermana Rosita cuando le tomaron
aquella foto en blanco y negro.
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