Cotidianidades... 5

07/mayo/2013


Cotidianidades…

La traición, aun cuando suena tan fea y genera ascos internos y escalofríos, es cotidiana. Sólo que hemos aprendido a jerarquizar los distintos niveles de traiciones y entre más tumultuaria, menos nos afecta. Nos toca de a poquito, digamos. De este modo el que los gobernantes y funcionarios en turno se hagan ricos con los dineros públicos que se les ha confiado, que abran las puertas a inversiones ecocidas, que jueguen con vidas humanas como si se tratara de frijolitos en la lotería y que deleguen en sus hijos todos sus poderes y facultades, son grandes traiciones al país, pero como esa traición se divide entre varios millones de almas y otros tantos desalmados, pareciera que no duele tanto.

El peso de la traición crece desmesurada cuando nos señala de frente y nos elige como blanco de sus flechas. La vivimos con amistades que nos juegan chueco, hijos que abuzan de la confianza de sus padres y, claro, con las parejas que ponen el cuerno. Ahí sí se nos va el aliento, nos enojamos a un nivel mayúsculo y sentimos que nos sangra el orgullo. Duele porque el golpe es directo.

Por supuesto que al traidor lo bañamos con una serie de descalificativos capaces de enriquecer el español. Agarrados de la furia lanzamos maldiciones gitanas, depositamos nuestra fe en que la divina providencia no será clemente y hasta nos volvemos al hinduismo, seguros de que el karma se encargará de cobrar la infamia.

El que traiciona puede que se sienta mal, pero también es probable que no le importe ni un garbanzo lo que ha hecho. No ve la gravedad del asunto, quizá se sorprenda de ser llamado traidor y, es más, puede ocurrir que con gesto despreocupado se anime a preguntar: “¿quién no ha traicionado alguna vez?”

Lo peor es que quizá tenga razón.

Días atrás me llamó un amigo para invitarme a su casa. Aunque hace muchos años tuvimos una amistad bastante cercana, con el tiempo la vida nos fue alejando, yo seguí mi ruta como hilador de palabras y él logró encumbrarse como funcionario de alto rango en el gobierno más ignominioso que ha tenido Chiapas. Decidí ir a visitarlo ante lo urgente del llamado.

Él mismo abrió la puerta, con aliento alcohólico fue bastante efusivo en su saludo y luego se ofreció a darme un tour por su enorme casa, para enseñarme un montón de comodidades y cosas que el dinero puede comprar, varias de la cuales yo desconocía que siquiera existieran.

Al final terminamos tomando unos tequilas en una terraza desde donde se veía parte de la ciudad. Fue entonces cuando confesó el motivo de su invitación. Él y su esposa fueron a un mismo motel, a una misma hora, sólo que con distintas parejas a ellos mismos. La doble traición fue descubierta a la salida y mi amigo terminó de inmediato con su relación matrimonial. “Soy muy macho como para perdonarla”, dijo. Sin embargo estaba triste y necesitaba “un amigo de veras, alguien en que se pueda confiar”, para desahogar su pena.

—Mira todo el dinero que tengo ahora —me dijo—, y al mismo tiempo, nunca había estado tan jodido.

El encuentro me resultó incómodo, aunque por suerte no duró mucho.

Mientras manejaba de regreso a mi casa —tratando de esquivar los retenes del alcoholímetro—, pensaba si acaso el destino le estaba cobrando el desfalco a las arcas públicas. Él, que traicionó al pueblo, ahora era traicionado por su esposa. El karma actuaba rápido como repartidor de pizzas.

El problema fue que luego empecé a preguntarme que tan traidor era yo mismo, que bebí un tequila comprado con dinero mal habido y que una tarde vi a la esposa de mi amigo dándose de besos con un desconocido afuera de un restaurant. Ella me reconoció y yo fingí no haberla visto. Esa tarde fui leal a la que traicionaba y no a mi amigo. La noche de los tequilas me mantuve en mi traición, y hasta pretendí sorprenderme ante lo que escuchaba. Consideré que era lo mejor, al menos para mí, aunque eso significaba ser un traidor.

Al final y al cabo —pensé para consolarme, ya a punto de quedar dormido—, cuántas veces, ante las traiciones cotidianas, solemos fingir que nada ocurre, y simplemente seguimos caminando, embarrándonos de traición con nuestro propio silencio.

 

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