Cotidianidades... 23

24/septiembre/2013

Cotidianidades…

Ciento un años no se dicen fácil. La segunda sílaba  es como un tope, una cresta que hay que pasar e impide el avance suave al pronunciar la cifra. Tan complejo es de brincar que García Márquez decidió titular a su novela ‘Cien años de soledad´, a pesar de que el tiempo dentro de la obra dura muchos más que diez décadas. Puedo darme el gusto de suponer que su decisión se basó en el ritmo del título, además de que, por otro lado, ciento uno o ciento dos o ciento cincuenta, se prestaba hasta para un juego de palabras de cariz perverso.

El número viene a colación porque el sábado pasado la abuelita de mi esposa llegó a esa edad,  y si bien pareciera poco fácil decir tantos años, es evidente que es mucho más difícil sobrellevarlos, cargarlos en la espalda que se doblega ante el peso de los días, de los recuerdos y quizá de las penas.

Doña Efi nació cuando en muchos pueblos de México, como el de ella en Michoacán, no conocían la luz y tampoco a los autos. Esos inventos seguro le causaron sorpresa, aunque los tres —la electricidad, los autos y la sorpresa— pasaron a formar parte de su cotidianidad. La abuelita pertenece a esa generación que se maravilló con la novedad de las voces que salían de unas cajas enigmáticas llamadas radio, luego con las imágenes del cine que con los años además pudieron llegar a casa a través de la televisión en blanco y negro, la cual quedó obsoleta gracias a la tele a color  y ahora se ríe nerviosa cuando le enseñan videos en un teléfono celular, que además tiene una voz femenina  capaz de brindarle  compañía artificial a un usuario solitario.  Por cierto, esto último, inicialmente, ha sobrepasado su capacidad de asombro, “esa Siri es cosa del demonio”, espetó con gesto de enojo después de saber cómo funcionaba.

Podemos sonreír un tanto burlones ante la expresión, aunque vale la pena imaginar con cuántas sorpresas tecnológicas nos encontraríamos en nuestro camino de vida si llegáramos a esa edad, y también habría que preguntarnos cuándo consideraremos que los inventos del hombre han sobrepasado los límites de la lógica y la razón. ¿O es lógico que a un instrumento como el celular, que sirve para comunicarse con otras personas, ahora contenga un programa capaz de emitir una voz y tener una interacción básica con nosotros, misma que es usada por algunos usuarios para librarse de momentos de soledad? ¿No sería más razonable charlar “a la antigüita” —es decir, de viva voz— con un vecino, compañero o familiar?

La abrazo para felicitarla y la abuelita me dice: “Ciento un años son muchos… demasiados”. Le contesto, ¡y los que faltan!

—¿Sabes cuántos cariños he dejado en este camino? —entonces guardo silencio y ella misma, después de algunos segundos, se responde—. Casi todos.

Sólo le sobrevive uno de sus cuatro hijos y con seguridad tiene tataranietos que ni siquiera saben que su tatarabuela sigue viva, pues tan dispersos están como familia que ya ni entre ellos se reconocen como familiares, lo cual es bastante normal, ¿o usted conoce a todos sus primos descendientes de una hermana de su bisabuelo?

Pensar en el pasado la pone triste, la nostalgia entre los huesos de un anciano debe ser bastante pesada, quizá por eso llama a su hijo y le pide que viaje de Chiapas a su pueblo en Michoacán, para avisar por allá que, ahora sí, ella no volverá más.

—Ya no hay nadie que nos esté esperando —le responde el octogenario.

—Alguien habrá, ni modo que sea la más vieja —dice la abuelita.

Se queja de que ahora cada paso es más difícil de dar, que la corrieron de la cocina cuando toda su vida se dedicó a cocinar, que deambula sola muchas horas y trata de llamar la atención cuando dice que los descendientes que la rodean y cuidan, no llegan a preguntarle si necesita un vaso de agua, una tortilla, medicina. Me dice sólo estar esperando  la hora de morirse. El llanto parece inminente,  pero uno de sus bisnietos llega a felicitarla con una rosa roja:

—Qué bueno que viniste—dice ella, chantajista—, porque capaz ya voy a dejar este mundo.

El joven, ofuscado y amable, le contesta la posibilidad de que por su fortaleza física sea ella quien nos entierre a todos. Entonces la abuelita lo besa en la frente y viéndolo a los ojos le dice:

—Dios te oiga, hijo. Dios te oiga.

Se ve frágil y delicada en extremo, físicamente lo es, pero cuando algo no le parece, echa mano de su energía en reposo y con la misma fuerza que a los ochenta y cinco años trepaba a los árboles de mango y muchas veces se impuso al enojo de un militar conocido por su carácter duro, ahora enfrenta las realidades, calma las disputas y reclama ante  la desidia y la deshonestidad.

Entre familia, vecinos y amigos la festejamos con misa, pastel y tamales. Si bien los temas charlados son varios, al final se encaminan hacia la política y surgen muchas quejas respecto a nuestra realidad actual y a nuestros gobernantes.  Alguien dice que las calles mal hechas y llenas de baches profundos son una metáfora del modo en que se están manejando las políticas económicas y sociales, otro insiste en poner en su lugar a Diputados y Senadores,  hablan de la clase media golpeada y oprimida, se quejan de los modos en que se manifiestan otros quejosos, uno más nos recuerda la corrupción y del robo perpetuo, entonces suena la voz de la abuelita, es apenas un murmullo, no obstante todos logramos escucharla:

—Antes los hombres actuaban más y lloraban menos.

Dicen que las palabras, cuando van cargadas de inteligencia y razón, son capaces de llegar muy lejos aunque se pronuncien bajito. Las palabras de la abuelita me acompañaron hasta mi casa y siguen resonando de tal modo en mi mente, que no me quedó de otra que compartirlas con ustedes.

 

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