Cotidianidades... 59

01/julio/2014




Cotidianidades…
La edad, además de canas, tiende a darte cierta aura de respeto. Asimismo, suele irnos alejando de las aventuras y destrampes juveniles, los cuales ya ni intentas por temor a que te causen un infarto o por cuidar tu imagen pública. Esto último, sobre todo, con los años va tomando especial importancia, y no porque te preocupe la sociedad, sino porque una cosa era que te regañaran tus papás si llegabas borracho a casa y otra que por tus chistecitos etílicos descubras la decepción en los ojos de tus hijos.


Por otro lado, la irrevocable suma de años provoca cambios en el trato que te dan los demás: para llamarte ya no usan la palabra “joven”, sino “señor”, “señora” o un muy doloroso “don” (o “doñita”), y jovenzuelos a quienes al menos le doblas la edad, comienzan a verte como una persona con sabiduría, cuando en realidad hay ocasiones en que sigue uno casi como en la adolescencia: sin saber dónde estamos parados ni por dónde se puede avanzar.


La semana pasada vino a verme un sobrino que no pasa de los veinte años. Desde días antes fui sorprendido por sus constantes y poco comunes saludos en el what´s app; que el sábado apareciera por mi casa fue francamente sospechoso, y ya no tuve duda de que algo quería, cuando se ofreció a ayudarme con algunos arreglos hogareños.


De entrada pensé en invitarle una cerveza para platicar de la vida, pero tampoco podía despreciar esa oferta de obra de mano barata y lo invité a cambiar el brazo del desagüe del lavabo. Media hora después estábamos sentados muy tranquilos, tomando la cerveza y esperando al fontanero que habría de cambiar el tubo que entre los dos rompimos.


No tardó en contarme su terrible problema: está enamorado y supuso que un hombre con mi experiencia podía ayudarlo y darle algunos consejos para conquistar a “la chica de su vida”.


—Tú sabes de mujeres, tío —dijo con ojitos de zanate desorientado—. Hasta se me hace que fuiste conquistador.


Lo quedé viendo fijo para ver si se estaba burlando de mí, pero resultó que no. O al menos esa impresión me dio. Entonces, y para no despedazar mi imagen y sus expectativas, puse cara de galán italiano que le va diciendo al mundo: mírenme, pero no mucho porque me desgastan.


—Y si no conquistador, se me hace que alguna bizca por ahí se fijó en ti, digo, debes tener lo tuyo, porque si no, ¿cómo fue que te hizo caso mi tía?


A punto estuve de correrlo de mi casa. Lo bueno es que por encima de mi arrebato se impuso la cortesía y la humanidad, y lo dejé seguir hablando.


Resulta que este ingrato se enamoró de una chica de su universidad, y con tal de quedar bien con ella, la invitó a cenar, al cine y a fiestas de la familia.  Le mandó flores en su cumpleaños y con frecuencia le compra alguna golosina (¿Qué tan frecuente? Lo suficiente como para engordarla tres kilos), y además ha estado presto para ayudarla con las tareas de la escuela y hasta en algunas actividades del hogar. El desencanto vino cuando él sugirió la posibilidad de que fueran novios y ella respondió que lo quería muchísimo… pero como amigo.


 Casi me rio en su cara. No lo hice porque yo también sufrí “la maldición del amigo” y en su momento me dolió mucho, y porque era evidente que mi sobrino necesitaba consuelo y no un chiste a sus costillas.


Le sugerí que la olvidara como una potencial novia, que se concentrara en sanar a su corazón y que a la próxima no anduviera de nalgas prontas.


No aceptó mi consejo. Es más, terminó enojado, armó una especie de berrinche y dijo que yo no entendía del amor, que ella era la mujer de su vida y que haría lo necesario para conquistarla aunque los demás lo llamaran loco.


Se marchó con paso firme, dispuesto a actuar de acuerdo a sus razones y a llevar a cabo el accionar que se le vinieran en gana. Bien por él.


El problema estuvo en que eligió un mal consejero, y no necesariamente porque mis ideas sean obsoletas (aunque a él así le parezcan), sino porque mi consejo no era el que él quería escuchar. De hecho, es sabido que ante una indecisión, al momento de seleccionar a una persona para que nos dé su opinión, en realidad ya estamos decidiendo, porque de antemano sospechamos por dónde va la forma de pensar de quienes elegimos como consejeros.


Lo vi alejarse. Para ello me paré en mi incipiente madurez, esa que he venido construyendo a base de frentazos y tropezones y que me permite reconocerme en ese joven, sólo que desde el lado de los adultos, y que ahora me ayuda a comprender que pesar del paso de los años y de los avances tecnológicos y sociales, los problemas más íntimos,  profundos y dolorosos, siguen siendo los mismos.

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