Cotidianidades... 11

18/junio/2013


Cotidianidades…

—Las palabras son como las balas, una vez que la disparas ya no puedes detenerlas. —Eso me dijo, hace ya varios años, un primo al que quise mucho. En ese momento tal vez estaba muy joven para comprender cuánta razón encerraba ese dicho. Fue el tiempo el que me enseñó a respetar verdaderamente a las palabras.

Además de guardar la anécdota en la memoria, a partir de esa ocasión y durante mucho tiempo, consideré a las palabras como una herramienta dura —similar a las balas—, a las que había que limar y tratar con cariño si queríamos lograr un efecto tierno o amoroso. Quizá mi padre, con su forme de hablar al educarnos y querernos, ayudó a que, dentro de mis concepciones, la dureza de la palabra se hiciera más dura todavía, pues a veces sentías que te golpeaba con ellas.  

En la familia es célebre el carácter rígido —enojón dirán algunos— de mi padre, y no dudo que en cada familia haya un tío, abuelo o papá así.

Conforme fui madurando también comencé a ver a mi papá con otros ojos. Es más, recordando distintos momentos importantes de mi vida, ahora tengo claro que fue él quien estuvo ahí en cada ocasión, a veces alentando, en otras ofreciendo el primer abrazo de felicitación o de consuelo, cuidándome ante la enfermedad, regañando, dándome clases de español, naturales, matemáticas y de la vida, en fin, tratando, conforme a su entender y cariño, de hacerme una persona de bien.

Entonces empecé a comprender que las palabras con que se describe una situación pueden cambiar. Así, de llamarlo duro empecé a considerarlo disciplinado. La agresividad que a veces creí verle, ahora la llamo instinto de protección. Y sus enojos en realidad respondían a su carácter aprensivo y preocupado por nuestro ser.

Gracias a mi papá también supe de la flexibilidad que tienen las palabras y que permite que se les comprenda con mayor grandeza. Lo interesante fue que, con mi propia paternidad, aprendí que las palabras son todavía más elásticas de lo que creí entender en ese primer momento.

Por ejemplo, una vez pasada las épocas de la rebeldía y la testosterona de la adolescencia, entendí todos los sacrificios que realizó mi padre para darme una educación de primera y en mí empezó a crecer una enorme gratitud hacia él.

En ese sentido, el sacrificio de un padre comprometido con su paternidad, desde mi perspectiva, conlleva el dejar a un lado ciertos gustos, comodidades y placeres, para redireccionar esas energías y recursos al bien estar de los hijos. No obstante, ese sacrificio no necesariamente implica dolor o insatisfacción, es una elección, y conforme pasa el tiempo vamos haciéndonos más tolerantes ante el sacrificio, que cada vez lo es menos, y nos vemos resarcidos por el bien que consideramos estar dando. Es más, después resulta que el verdadero sacrificio es dejar de hacer aquello que antes nos significaba sacrificarnos.

Mi bisabuelo, cada vez que recibía de regalo los dulces que cocinaba su hermana, de inmediato los repartía entre sus nietos. Alguna vez le preguntaron por qué lo hacía de ese modo y él no probaba ni uno, a lo que respondió: “Es que así me lleno yo”.

Él hacía felices a sus nietos, no se sacrificaba por ellos, aunque los demás no pudieran verlo de esa manera.

La gratitud, como concepto, considero que también tiene una capacidad elástica parecida a la del sacrificio, o quizá mayor.

Si bien creció bastante cuando comprendí lo que hacían por mí, ahora que a mí me toca acompañar a mi hijo, esa gratitud a mi padre, a mi madre y a la tía Luvia, ha aumentado desmesuradamente. Ya entendí que cuando te levantas en la madrugada para atender a tu hijo o hija, no lo haces sólo con esfuerzo físico, sino, principalmente, impulsado por el resorte del amor, y entonces sabes que el bien que recibiste en su momento, es más grande todavía que el hecho en sí mismo. No simplemente los acuestas a dormir, además esperas que descansen, crezcan, tengan lindos sueños y a veces hasta rezas para que tus deseos se vean cumplidos.

Hace poco nos reunimos a festejar el cumpleaños de mi papá. En algún momento de la reunión él se levantó a poner música de marimba. Sus nietos no lo dejaron regresar a la mesa, pues aun siendo tan pequeños, lo obligaron a bailar con ellos. Incluso la que apenas comienza a caminar, movía las manos y sonreía feliz frente al abuelo.

La escena fue maravillosa y mi gratitud hacia ese hombre que bailaba contento con los nietos, creció colosal.

 

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