Cotidianidades... 66

18/agosto/2014

Cotidianidades…
Creo que iba en el último año de primaria cuando mi padre observó que las tardes me las pasaba haciendo nada. Por supuesto que argumenté que jugar con mis amigos de la colonia era más que nada, se trataban de aventuras dignas de mejores películas que las de “Lola la trailera” (cuya protagonista, junto con Jorge Muñiz, acaba de recibir un Doctorado Honoris Causa en la Cámara de Diputados, supongo que por su enorme aporte a la cultura nacional).
Mi padre no se dejó convencer por mi palabrerío, por mayoría de votos (mi dos padres a favor, yo en contra) fui inscrito a la escuela de música, y por unanimidad decidimos que aprendería a tocar guitarra.
Antes de tomar la primera clase imaginaba que en un par de semanas ya andaría imitando al requinto de los Panchos o al mismísimo Chamín Correa, o que en una de esas descubría que en mi vida pasada fui español, hacía resucitar mi espíritu flamenco y le quitaba la chamba a Paco de Lucía.
Pronto descubrí que aprender a tocar un instrumento musical es un proyecto de largo aliento, y además el primer día de clases el director de la escuela nos explicó que también tomaríamos lecciones de solfeo, apreciación musical y canto.
—¿Vamos a cantar canciones de boleros o de mariachi? —pregunté con sincera ingenuidad, y el director, con gesto de espanto, respondió:
—Ninguna de esas cosas, ¡Orfeo nos libre!, sino cantos corales.
Ni el día que supe de la verdadera identidad de Santa Claus me sentí tan desilusionado. A punto estuve de rogarle a mi papá que dejáramos esa locura musical para el siguiente milenio, cuando se me apareció una compañera del grupo de piano. En ese entonces ella era un poco más alta que yo, tenía cabello oscuro, mirada amable, elegancia natural y una sonrisa que embobaba.
No creo que me haya gustado de inmediato. Han de haber pasado dos o tres minutos cuando comencé a verla bonita y, sin saber que el concepto existía, se convirtió en mi primer amor platónico.
A partir de ella, ir a la escuela de música se volvió una actividad ineludible, e incluso mis padres llegaron a criticar el fervor con que peleaba mi derecho a no faltar a clases, que por cierto no correspondía con mi lento avance en las lecciones de guitarra.
Ella y yo nos convertimos en grandes amigos y pasábamos muchas horas al teléfono, amén del tiempo que convivíamos en la escuela. A pesar de que nunca aceptó ser mi novia —o tal vez por eso—, mi enamoramiento duró casi una década, e incluso varios lustros después, cuando la vida nos llevó a cada uno por distintos rumbos, la seguí evocando como la mujer ideal para mí.
Claro que de todo se puede sacar una lección. La que creí haber aprendido en ese tiempo es que si bien “lo último que se pierde es la esperanza”, hay que tener cuidado de no irse muriendo junto con esa esperanza.
A partir de ese amor frustrado empecé a medir con cuidado los riesgos que corría en mis distintos proyectos, pues temía volver a entrarle a una batalla perdida, salir lastimado y con el orgullo roto.
Claro que mis resultados —en cualquier arena— eran tibios. Por suerte en algún momento descubrí que si haces las cosas con ímpetu, en ocasiones puedes llegar más lejos de lo esperado, y que si bien no puedes ganar todas las batallas de tu vida, hay veces en que a gracias a la pasión y el coraje puedes remontar los vientos en contra y hacerte de triunfos que supuestamente no eran para ti.
El tiempo siguió pasando, comenzó a llegarme eso que llamamos madurez y que no es otra cosa que la capacidad de analizar la vida con mayor frialdad y a partir de las experiencias aprendidas.
Lo malo de la madurez es que trae su dosis de temores, y si la enfocas mal, puedes perder ese desparpajo y las agallas con que los jóvenes abordan la vida. Un día descubrí que esto último estaba ocurriendo conmigo, y entré en una crisis existencial típica, dicen, de los treintañeros.
En esas andaba —pensativo y cabizbajo—, cuando por casualidad me reencontré con aquella amiga de la escuela de música.
Se trató de un feliz reencuentro, contentos optamos por ir a un café para recordar el pasado, como no nos alcanzó el tiempo para todas las charlas pendientes, decidimos ir al cine, luego planeamos desayunar juntos el fin de semana y un año después nos casamos.
Ahora, cuando tengo en frente una batalla que parece perdida, volteo a ver a mi esposa, abrazo los temores que me da la madurez y me lanzo como jugador de futbol americano dispuesto a romper las líneas adversarias. Es probable que salga rebotado, pero también existe la posibilidad de que alcance la meta; el punto está en seguir empujando y aceptar que las grandes luchas son las que le dan sabor a la vida.

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