Cotidianidades... 2
16/abril/213
Cotidianidades…
Exagerar es inherente a ser humano. No sé si lo traigamos en los genes
y se desarrolle con el tiempo o de plano lo aprendemos temprano en nuestros
distintos ámbitos sociales, el punto es que en algún momento, todos terminamos
por lanzar una exageración. Finalmente esa es nuestra forma de demostrar que
consideramos que algo es mucho más de lo que los demás perciben y es un verbo transitivo
que se conjuga cotidianamente.
Un ejemplo es el que salía de las bocas de nuestras
madres, cuando llegaban a las diez de la mañana a despertarnos con un “¡grandísimo
flojo, todo el día te las has pasado acostadote!”,
o qué tal el “¡te he dicho millones de veces que apagues ese bendito Atari!”.
Claro, apenas le quitaron los tres ceros al peso y los “millones de veces” se
convirtieron en miles, y el “Atari” se transformó en “ir a la disco”
(actualmente antro, nota para los menores de 30 años).
Hablo de las mamás porque a pesar de ser distintas entre
ellas y distintos los que estén leyendo estas líneas, ese pasado parece ser
bastante común y compartido. No obstante, ellas no son las únicas exageradas,
todos estamos en ese chirmol, simplemente ayer que llevé a mi hijo al pediatra,
considero que él exageró el malestar del niño para que luego yo no sintiera que
la cuenta era una exageración. Ni que decir de la queja de muchas mujeres de
que los hombres transformamos a exageradas pulgadas lo que apenas pasa de cinco
centímetros, o nuestra queja masculina del tiempo que pasan ellas arreglándose
para luego terminar más o menos igual que siempre. Y qué tal los ex
gobernadores de Chiapas y Tabasco, que hasta para robar fueron unos exagerados,
se llevaron lo que había en las arcas, lo que consiguieron prestado para
pagarse a futuro y las ilusiones de quienes creyeron en ellos y en sus
exageradas promesas de campaña.
Ahora, la exageración también la podemos encontrar
en nuestro pasado precolombino. Los mayas y los nahuas tenían sus formas de
expresar que había mucho de algo, en los dos casos utilizaban el número
cuatrocientos, ¿por qué?, posiblemente por la misma razón que nosotros usamos
“el millón de veces”, porque se nos da la gana.
Así, los primeros escribieron “cuatrocientos
muchachos” en el Popol Vuh, para referirse a un titipuchal de hombres jóvenes y
fuertes, mientras que en náhuatl, para dirigirse al cenzontle, hablaban de “el
pájaro de cuatrocientas voces”.
Por cierto, hasta hace no más de dos años, en esta
época del año solían despertarme en la madrugada el canto de varios cenzontles
que anidaban cerca de la casa. Esta ocasión no exagero, así de fuerte cantaban
y con toda seguridad eran bastantitos. El caso es que aun siendo un dormilón
empedernido disfrutaba de esa serenata de la naturaleza y al día siguiente no
me andaba quejando del ligero desvelo. A partir de esas experiencias que
duraron años, puedo asegurar que si bien el ave quizá no tenga cuatrocientas
voces, sin duda anda por las trescientas noventa y nueve.
Sin embargo algo cambió y trastocó el ambiente, pues
en esta primavera bastante nuevecita, sólo he escuchado un lejano canto de
algún cenzontle perdido al que desde lejos le contesta un compañero distante.
Las razones para la ausencia de estas aves pueden ser varias: la exagerada tala
de árboles, el montón de hambrientos gatos de la calle que abundan en parques y
terrenos baldíos, algún tipo de gripe aviar desconocida o niños que todavía
recorren las calles resortera en mano; lo triste del asunto es que ese canto se
está apagando.
La verdad es que no tengo una idea clara de qué
hacer para que la población de estas aves se recupere, y aunque sé que es una
tarea que no podré realizar yo solo, sí pienso emprender algunas acciones
personales. Por lo pronto ya llevé a esterilizar a mi gata, en estos días
sembraré un arbolito que cuidaré hasta verlo crecer y además escribí estas
palabras, con la esperanza de que sean leídas al menos unas cuatrocientas
veces, y entonces seamos más los que ayudemos a que el canto del cenzontle se
vuelva a escuchar.
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