Cotidianidades... 68
01/septiembre/2014
Cotidianidades…
La temporada de lluvias suele traer, además
de bendiciones para el campo, cambios en el clima que pueden representar
enfermedades respiratorias.
Algunos piensan que los
resfriados comienzan con las mojadas en la calle; los médicos dicen que si las
personas están encerradas en una misma habitación —como ocurre cuando llueve—,
los virus se propalan con más facilidad; y una amiga indígena explica que el
verdadero problema está en que la gente de la ciudad “es como pollo de granja y
con cualquier airecito se enferma”.
A la casa quien llegó
tosiendo fue mi hijo y yo espeté sin pensar:
—Seguro lo contagiaron en la
escuela.
A lo que un tío, con su
ancestral sabiduría, contestó:
—Deja de andar buscando el
origen, mejor ocúpate de no contagiarte, porque a los viejitos y a los
enfermos, todos los quieren regañar.
—Ya estoy grandecito para
permitir esas cosas —le dije sonriendo.
Aunque intentamos explicarle
algunas normas a mi hijo, a sus dos años y medio no encuentra inconveniente,
por ejemplo, en avisar a viva voz que se acaba de echar un pedo, en derramar
leche sobre los sillones o en toser en la cara de las personas para dejarlas rociadas
de saliva y con una muestra de sus virus.
Por supuesto que al rato ya
andaba estornudando mi esposa y luego, lento pero seguro, entré yo al grupo de
los “gripientos”, con la poco chusca casualidad de que fui a quien más duro le
pegó el mal.
Debí permanecer en cama un
par de días, con algo de fiebre y una serie de cuidados que pasan por la farmacia,
la huerta, la cocina y el puesto de periódicos (no para leer, sino para
envolver los pies después de sobarlos con vaporú).
Entonces, además, algunas
personas bien intencionadas comenzaron a recetarme los mejores remedios del
mundo, aunque he llegado a pensar que en lugar de recordar recetas, te cuentan
lo más asqueroso que se le viene a la mente y luego aseguran, con un movimiento
afirmativo de cabeza, que el menjurje en cuestión no sólo es “buenísimo” sino
“milagroso”.
Es así como te sugieren prepararte
leche con ajo, tomillo, manzanilla y jengibre, dejarle caer un chorrito de ron
y tomártela rezándole a San Abrigador, el protector de los gripientos amolados.
—Después de eso —me dijo una
vecina— deben mezclar vaporú con tomillo, que tu esposa te lo unte por espalda,
pecho y pies, y… y…y…
—¿Y que me ponga a cocer al
vapor?
—No —respondió con cara de
“cuando tomes el tecito te acordarás de mí”—, y debes enchamarrarte para que
sudes hasta el agüita que tengas en los huesos. Claro, por si las dudas, también
tómate un Tamiflú.
«Y un pepto bismol», pensé,
por si el tecito me afloja algo más que los virus.
En mi caso la gripa suele
tener un efecto desesperanzador: me siento tan mal que pienso que nunca podré
curarme. Y en esos momentos de obnubilación, suelo hacer caso hasta a los
remedios medievales, y si yo no me animara, ahí está mi mujercita santa para
ejecutarlos. Ella, por cierto, también suele transformarse: deja de ser mi esposa
para convertirse en una generala chantajista.
—¿Te quieres curar? Entonces
trágate todo lo que con tanto amor hice por tu bien. ¿O esa cara de asco es
para mostrarme tu desprecio?
Y ni modo, te tomas los brebajes,
recibes las friegas, duermes con media cebolla a lado e inhalas vapores de remedios
que te clarean hasta el cerebro, pero con una gran sonrisa. Lo interesante es
que después ya no te dejan ni ir al baño sin chanclas. A mí se me ocurrió
hacerlo, y no sólo mi mujer me reprendió, sino que mi hijito, con dedo
acusador, también lanzó un: “nunca, nunca jamás”.
Eso sí, apenas me sentí
mejor y aprovechando que el querubín estaba en la escuela y su madre en el
trabajo, comencé a realizar mis actividades cotidianas, como correr cerca de la
casa. Ese día el cielo estaba nublado y apenas llevaba una vuelta, cuando uno
de los cuidadores de la colonia me detuvo:
—Oiga, ¿no estaba usted
enfermo? La otra tarde se veía regacho. Mejor descanse. Correr con este clima puede
hacerle daño y luego los demás se friegan cuidando enfermo, no se vale. Piense
en su familia.
Mi primer pensamiento fue
dirigido a familia del guardia. Despuesito recordé a mi tío y su proverbial
sapiencia. En milésimas de segundo, además, vino a mi mente que no suelo
tolerar que se metan en mi vida, y justo iba a decírselo con tono amenazante,
cuando tuve un acceso de tos que me dejó sin aire.
Gracias a ese buen samaritano pude volver a mi
casa, en el camino juró que no le contaría nada a mi esposa y además me trajo
unas hojas “buenísimas pa’ la gripa, amargas como la fregada, pero bien
efectivas, se lo juro”.
Claro que le agradecí el
detalle. Ahora estoy muy pendiente de quien esté enfermo, para llevarle las
hojitas y, sí se puede, regañarlo por no saber cuidarse. Hasta la próxima.
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