Cotidianidades... 56

09/junio/2014


Cotidianidades…

Mis primeros cinco años los viví en el barrio de San Roque, en la capital chiapaneca. En aquel entonces, de lunes a viernes, quedaba al cuidado de mi tía Luvia, quien se encargaba de mal criarme muy a su gusto, cumpliéndome “casi” cualquier capricho. Enfatizo ese casi, porque llegaba a ocurrir que no cumplieran mi voluntad y, en esos casos, con el orgullo herido, reaccionaba cual Secretario de Infraestructura cuando se le reclama la mala planeación de las obras.

Hubo una ocasión en que mi enojo fue tan grande, que decidí irme de la casa. Empaqué unas pocas pertenencias en una lonchera, tomé el último regalo del día de las madres que mis papás le dieron a mi tía y partí con destino incierto en busca de aventura. Supongo que en algún momento concluí que requería de fondos, porque dicen que pedí algunas monedas a vecinos que pasaron por ahí. La verdad no lo recuerdo, lo que sí tengo presente es la figura de mi tía yendo por mí, venía escoltada por dos mujeres jóvenes —listas a perseguirme si intentaba escapar— y, lo más terrible de todo, con una chancla en la mano.

Años después y poco antes de morir, mi tía me contó que esa vez tenía ganas de darse de chancladas en el pecho, para ver si de ese modo calmaba la angustia que le produjo no verme en casa y el imaginar que andaba perdido por las calles. Cuando el delator le dijo que estaba yo en el parque del barrio, su alma encontró alivio y dio paso al enojo. De cualquier modo le quedó un pequeño trauma y, mientras viví con ella, a cada rato me llamaba para asegurarse de que estaba cerca.

Mi vivencia ocurrió el siglo pasado, al final de la década de los 70´s, cuando no había tantos autos, locos ni delincuentes. Digamos que teníamos más certeza sobre la vida y seguridad en las calles.

Ahora las cosas han cambiado, las calles, en algunos lugares del país, son francamente peligrosas, y muchos niños, más allá de sus deseos y caprichos, deben salir de sus casas, pueblos y ciudades para dirigirse hacia el norte e intentar cruzar la frontera. Así pretenden escapar de la delincuencia, grupos armados, pandillas, el hambre o van en busca de sus padres, sin tener claro dónde encontrarlos.

Parten a la aventura corriendo enormes riesgos. Son niños y niñas que a veces apenas tienen seis años y para sobrevivir deben buscar cobijo y protección entre otros niños, con adultos desconocidos y en grupos criminales muy parecidos a los que se quedaron en su tierra y de los cuales vienen huyendo.

El problema es tan grande, que ya se le considera una crisis humanitaria, y en centros de detención en Estados Unidos en este momento hay unos sesenta mil niños recluidos, aunque se espera que en el resto del año se detengan al menos a otros treinta mil.

De ellos se calcula que el 30% son mexicanos, es decir, unos 18 mil niños y jóvenes de hasta 17 años que conviven en condiciones de hacinamiento, son compatriotas que partieron en busca de un mejor modo de vida.

La situación es preocupante. No soy un especialista en el tema, no sabría por dónde empezar a darle solución al problema y me declaro incapaz de concebir todas las angustias, miedos, terrores y vicisitudes que viven estos niños migrantes y sus padres, quienes ven más posibilidades de vida mandándolos a un periplo incierto que dejándolos en casa.

Aun así, sé que es urgente colocar este tema en la agenda pública, y que como sociedad civil y desde el gobierno tenemos que implementar y llevar a cabo acciones en pro de estos niños para ayudarlos a encontrar a sus padres, ofrecerles espacios dignos, alimento, servicios de salud y educación.

Comprendo que debe tratarse de una tarea titánica que incluirá aspectos legales, administrativos, de coordinación, colaboración y no sé cuántas cosas más que generan gastos y requieren de presupuesto que quizá no haya.  

O quizá sí.

Por ejemplo, podríamos pedirle a la señora Rosario Robles que no vuelva a gastar, como lo hizo el año pasado, 10.46 millones de pesos para un concierto musical y 114.17 millones en la compra de playeras de la Cruzada contra el hambre, y mejor le destinemos ese recurso a la atención de niños migrantes. Considero que sería una manera más honesta y justa de ejercer los dineros del estado, que al parecer siguen siendo utilizados para enriquecer a unos pocos compadres y amigos, y para que nuestros seudo representantes se den vida de reyes.

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