Cotidianidades... 12
02/julio/2013
Cotidianidades…
En
1986, a casi un año del terremoto y cuando los argentinos todavía no terminaban
los festejos por haber ganado el mundial, Pascuala, una indígena tsotsil de los
Altos de Chiapas, era entregada en matrimonio.
Ella
cuenta que en realidad no quería casarse, en parte porque apenas tenía 14 años,
y además porque el futuro marido no le gustaba. No encontró otro medio para
escapar al compromiso que salir corriendo de su casa la noche en que la
llegaron a pedir como esposa. Su abuelo la encontró en los corrales y desde
allá la regresó a cinturonazos, para que la niña cumpliera la palabra que empeñó
su madre.
Por
cierto, de acuerdo al diccionario, “entregar” es poner a una cosa o persona en
poder de alguien, y Pascuala, según ella misma cuenta, fue tratada más como
cosa que como persona cuando la pusieron en poder de su marido.
La
golpearon aun estando embarazada, y mientras convalecía en cama de una de las
golpizas más severas, su marido y su suegra la acusaron de ser una mujer floja.
No denunció a ese hombre golpeador para no tener más problemas, pero en cuanto
pudo escapó de su casa y se llevó a su hija recién nacida con ella.
Las
perspectivas de sobrevivencia económica para una mujer indígena tan joven, en
ese momento, eran bastantes oscuras, si bien era menos oscuras que vivir en una
casa donde el principal alimento estaba condimentado con la violencia
constante.
Por
desgracia, la violencia en contra de las mujeres es una situación angustiosamente
cotidiana y que de ninguna manera está circunscrita a las comunidades
indígenas. Ocurren en las distintas culturas y estratos sociales y económicos
de nuestro México. En problema parece ir en aumento en Chiapas, tanto, que
durante este 2013 en el estado tenemos reportados 37 feminicidios. 37 mujeres
que posiblemente perdieron en la lucha por la vida, debido a que físicamente
fueron menos fuertes que sus atacantes. 37 familias tocadas por el dolor que no
encuentra alivio y que quizá nunca comprendan esos homicidios sin sentido. 37
crímenes que no debieron ocurrir.
En
ese número no se incluye a las desaparecidas ni mucho menos a las que viven con
la violencia apretándoles la respiración.
No
creo que sea fácil comprender qué está pasando. Me gustaría al menos saber si
hemos errado el camino o si es que no terminamos de salir de estructuras
marcadas por nuestra sociedad machista.
Hay
quienes dicen que en realidad todos somos asesinos en potencia, sólo que no nos
atrevemos a matar porque nos detienen una serie de mandatos sociales, éticos y
morales que nos toman con firmeza de las manos.
De
hecho, he escuchado a mujeres que, en referencia a sus esposos, dicen cosas
como: “estaba tan enojada que quería golpearlo” o “qué ganas de apretarle el
cogote”. En la mayoría de los casos se contuvieron, quizá porque no tuvieron el
valor, porque llevaban las de perder o porque echaron mano de su madurez y de
su libertad. La primera comprendida como la capacidad de analizar las complejas
consecuencias de mis actos, para después decidir lo que más me conviene. La
segunda vista desde la capacidad que tenemos para liberarnos de nuestros
impulsos y actuar en concordancia con los principios y valores que consideremos
adecuados.
Un
ser inmaduro se dejará llevar por sus primeros impulsos, y los impulsos vuelven
esclavos a los seres humanos. Para muchos hombres, según se puede ver, resulta
más fácil golpear hasta la muerte a la mujer que tenemos en frente, que romper
las cadenas con que estamos esclavizados por nuestro ser más salvaje.
Espero
que esto no sea interpretado como una sutil defensa de los practicantes de la
violencia. Cada quien es responsable de su grado de madurez y libertad, y el
resto de las personas que los rodean, no tenemos por qué pagar las limitaciones
cerebrales de otros. En este caso, a través de estas líneas, sólo intento
comprender qué está pasando, por qué parece ir en aumento la violencia y el
abuso en contra de las mujeres.
También
me pregunto por qué este fenómeno escalofriante se analiza tan poco en muchos
medios de comunicación convencionales, a pesar de que resuena con fuerza en las
redes sociales y en ciertos medios críticos. ¿Será que la vida de estas mujeres
es menos importante que las pobres y a veces ridículas actividades que
desarrollan algunos funcionarios públicos? ¿O tal vez la realidad va en contra
del panorama paradisiaco que nos narran algunos discursos oficiales y entonces
es preferible —y más rentable— ignorarla?
La
verdad se ve, rara vez se escucha. En este caso, la verdad es que hay una ola
de feminicidios en el estado, estamos hablando de más de una mujer muerta cada
semana, y si hay quienes optan por camuflar esa verdad, estamos otros que
proponemos ponerla sobre la mesa, al teléfono, en internet, en el colectivo, en
la barra de la cantina, en el mostrador de las tortillas, en todos lados, pues
en ocasiones, sólo en ocasiones, el proceso reflexivo empieza a través de
preguntas cotidianas que nos hacemos como grupo social, y la reflexión es una
vereda que nos acerca un paso a la madurez y a la libertad.
Hace
poco fui al aeropuerto a traer a Pascuala. Regresaba de un viaje que hizo a
Chicago a donde la invitaron para exponer sus artesanías textiles. Mientras
cenábamos en casa nos contó cómo fue que la casaron cuando era una adolescente.
Dijo estar agradecida con Dios por haberle dado la lucidez y el valor para
escapar de la violencia de su ex esposo, y nos contó historias muy tristes de
otras mujeres que siguen siendo víctimas de la violencia. “Yo tardé un poco,
pero no tanto… que si hubiera seguido ahí, quién sabe qué más me hubiera
pasado… A los hombres violentos hay que dejarlos solos. Seguir una su camino y
dejarlos solos. Eso es lo mejor”.
Creo
que en muchos casos, dejarlos solos no alcanza.
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