Cotidianidades... 75

20/octubre/2014

Cotidianidades…
Resistí las miradas de desprecio, aguanté los comentarios hirientes de mi esposa, los chistes de familiares y amigos y hasta los trillados letreros de siempre sobre el parabrisas enlodado. Había decidido no lavar el auto a pesar de algunos días soleados de octubre, bajo el convencimiento “supersticioso” (como se atrevió a llamarlo la dueña de mis quincenas), de que apenas terminara, una lluvia otoñal e irónica lo volvería a ensuciar.
Debo confesar ante ustedes que mi postura fue insostenible cuando descubrí a mi hijito armando figuras de barro sobre el cofre. Él, casi un bebé, con su acto escultórico resultó ser el más cruel desde su inocencia y hasta sonrió feliz en medio de la travesura. Sintiendo la derrota sobre los hombros, en un último momento opté por no claudicar sin presentar una última batalla y tomé una decisión final: el auto se lavaría, pero no iba a encargarme directamente de esa tarea. Pagaría para que lo hicieran otros.
—Creo que estás llevando demasiado lejos tus supercherías de libro vaquero —dijo ella con una crueldad escalofriante y cerró la puerta de la casa, como cortándome cualquier posibilidad de reingreso inmediato.
Quiero dejar asentado que no soy el único que cree en supercherías (con lo feo que pueda sonar la palabra) y que no pocas veces el seguirlas ha evitado desgracias humanas.
Hace un par de sexenios, cuando estaban construyendo el puente que terminaría de unir a Tuxtla Gutiérrez con San Cristóbal de Las Casas, escuché a muchas personas vaticinando que dicha construcción habría de caer y sostenían que ningún auto debía pasar por ahí, pues correría grave riesgo de terminar en el precipicio.
Eran habladurías sin base, porque pocos habías visto la obra y muchos de esos pocos no eran ingenieros. Sin embargo, cuando estaban cerca de terminar, la estructura se vino abajo. Aunque las pérdidas económicas hayan sido enormes, ningún trabajador murió, si no mal recuerdo no estaban ahí por falta de pagos, y esa irresponsabilidad contable salvó muchas vidas.
Meses después el puente estuvo listo, los temores respecto a su estabilidad bajaron y una fila india de camiones avanzando sobre la estructura terminó de apagar las dudas. Minutos después muchos andábamos sobre el puente observando encantados el despeñadero.
Pueden llamarlo ley de Murphy, casualidad o mala suerte, sin embargo en lo cotidiano suelen presentarse situaciones cuyo final son potencialmente adivinables, sin que tengamos para esto algún argumento lógico o una base científica.
Se trata de hechos profundamente conocidos por la sapiencia popular y, en no pocos casos, por la experiencia personal. Además, a veces se invoca a refranes añejos para cuestiones contemporáneas, es de esa manera que la sugerencia “no cambiar de caballo a la mitad del río”, ahora puede significar: no te cambies de fila en el súper, porque en ese instante comenzará a avanzar dónde estabas formado.
Claro que en medio también hay una serie de recomendaciones que poco a poco se han ido perdiendo en la memoria popular porque ya no aplican a nuestra realidad, como era el tapar espejos si llovía con rayos (ahora mejor nos preocupamos porque no se inunden las casas); ponerse la camisa al revés para que no te espante la tichanila (quien ahora ya no habita las ciudades); evitar comer directamente del sartén porque entonces llovería el día de nuestra boda;  o no sentarse en las esquinas de las mesas, porque entonces nunca se encontraría pareja (lo cual es completamente falso, pues conozco a varios y varias que a pesar de ubicarse siempre en las esquinas, terminaron casados y con varios hijos).
Tal vez dentro de este menú podríamos colocar el pasarle un huevo a los niños para quitarles el mal de ojo, el ramear con albahaca para sacarnos las malas vibras, el picor en la mano que significa augurio de que se recibirá dinero (o de que debemos lavarlas más seguido) o pagar la luz con un ojo cerrado para que la próxima vez la cuenta sea más baja. En todo esto pensaba mientras manejaba de regreso a mi casa. El día se mantenía soleado, derribando mis argumentos y creencias más profundas.

Por suerte esa noche ―cuando íbamos rumbo al súper— llovió y mientras le esbozaba a mi esposa una sonrisa de triunfo, pude recuperar la fe en mis más fantásticas supersticiones.

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