Cotidianidades... 55

02/junio/2014

Cotidianidades…

El encuentro con un amigo de la  época de la primaria fue tan sorpresivo como placentero. Se trata de una amistad con la que caminé muchas tardes de la escuela de música a nuestras casas platicando problemas de niños.

En algún momento indeterminado cada quien siguió su ruta de vida y, aunque lo recordé varias veces, no volví a verlo por décadas.

De vez en vez uno se pregunta qué fue de esos amigos de la infancia, los saca a colación en las reuniones con otras amistades a través de un “¿Se acuerdan de…?”, tratamos de encontrar pistas en google y fotos en Facebook, nomás por la curiosidad —a veces bien intencionada— de saber cómo están.

En ocasiones hay algo de suerte, nuestras pesquisas rinden frutos y hasta re establecemos cierta comunicación virtual; en otros casos la suerte es tan grande que los encontramos en la calle, nos quedamos viendo con cara de duda, entrecerramos los ojos (tratando de compaginar los rostros de ahora con la imagen que nos quedó guardada) y entonces murmuramos un nombre con dos esperanzas: que le atinemos y que ese amigo también nos recuerde.

Esta ocasión terminamos charlando en un café a un costado del Tianguis de la marimba (antes Parque Jardín de La Marimba). Me contó de sus dos matrimonios, del hijo que está por terminar la prepa y de otro que está en la secundaria. Le llegó un mensaje al celular y sacó los lentes para ver quién le escribía:

—Es mi esposa —dijo con gesto de miedo, se acercó más aún el teléfono a los ojos, frunció el cejo, inclinó el rostro y dejó a la vista su poco cabello canoso. Al despedirnos se levantó con trabajo, pues una lumbalgia lo traía hecho trizas e intercambiamos números de teléfono, con la ilusión de no dejar pasar lustros para volver a platicar.

—Pues hay que tener cuidado —le dije—, porque en una de esas nos reencontramos en el asilo.

La broma llevaba algo de verdad. En ese amigo de mi generación descubrí que —como dijera un tío— “ya no estoy tan tiernito”. Si bien mi hijo apenas está dejando de ser bebé, eso no quita que mi madurez ya no sea tan juvenil, y también obliga a ir pensando en el futuro.

Yendo a datos concretos, si la esperanza de vida en México ronda los 75 años, ya llevo recorrido más de la mitad del odómetro, y si bien no parece tan cercana la tercera edad, la verdad es que en los últimos veinte años, la sensación ha sido de que cada año viene más veloz y resulta casi irremediable pensar qué voy a hacer de viejito.

Antes y como parte del sistema machista, las mujeres eran designadas para cuidar a los papás. Incluso se sabe que la más pequeña era criada especialmente para esa función, y si tenía algún deseo o plan de vida, llana y literalmente, se jodía. Ya me imaginó en esta época diciéndole a mi hijo cuando sea adolescente: “tú viniste al mundo para cuidarme”; usted imagínese la respuesta.

Posteriormente hubo un sistema de jubilación —el cual todavía funciona aunque, como las selvas de Chiapas, está en serio peligro de extinción— y existía (existe para los ancianos de hoy) el cuidado a los padres, que en no pocos casos se rotaba entre los numerosos hijos o quedaban a cargo de quien esperaba heredar la mayor cantidad de bienes.

Pero los jóvenes maduros de ahora —es decir, los viejitos del mañana— solemos tener uno o dos chilpayates con ganas de volar lejos, pocos contamos con un plan de jubilación que nos dé la certeza de un final de camino tranquilo y las posibilidades de hacernos de un gran patrimonio material —que haga apetecible cuidarnos— son escasas.

Como dijeran en mis años mozos: Está cañón.

El punto no es poner en tela de juicio el cariño que puedan tener los hijos por los padres, sino el de crear las estrategias para mantener cierta independencia cuando estemos enfermos y cerca del final.

Definitivamente ha llegado el momento de empezar a planear ese momento. Que nadie tiene asegurada la vida y quién sabe quiénes lleguemos a la tercera edad, es cierto. Pero si por casualidad arribamos a esos tiempos, que sea con alguna certidumbre de que no la pasaremos mal y que el esfuerzo de toda una vida de trabajo ha valido la pena.

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