Cotidianidades... 4
30/abril/2013
Cotidianidades…
La nostalgia suele ser bastante tramposa. O
al menos tiene la costumbre de ir sembrando ardides y pequeños escollos que te
hacen tropezar y caer en ella. Eso sí, lo que tiene de pícara también lo tiene
de cariñosa, y una vez que te atrapó, suele mecerte en ella para hacerte
recordar con cariño el pasado, al tiempo que hace languidecer momentos
dolorosos y a veces terribles.
Hace poco estuve un par de
cuadras de la calle donde crecí hasta los siete años. Ese día, por suerte, me
acompañaba mi hijo. Antes de regresar a la casa decidí llevar al niño a la
calle donde viví mi primera infancia. Por supuesto, él sólo fue un pretexto que
me permitió echar una mirada al pasado.
¿Alguno de ustedes ha vuelto
a recorrer los espacios y lugares que eran suyos cuando niños? Si han tenido esa suerte, de seguro les hizo
sonreír darse cuenta que la comprensión del espacio ha cambiado, ahora todo
parece más pequeño y hasta se pregunta uno si el tiempo es capaz de erosionar
tanto al mundo que lo que ayer parecía gigantesco ahora se vea tristemente
disminuido.
También ocurre una especie
de magia, pues al paso de las décadas los lugares se transforman una y otra
vez, y mientras quienes atestiguan el cambio siguen viendo un lugar “igual que
siempre”, los que no lo vimos somos capaces de sorprendernos con detalles que a
los ojos de los demás, por cotidianos, les resultan casi invisibles. Sin
embargo, y he ahí la magia, mientras nos vamos sorprendiendo con lo nuevo,
somos capaces de superponer lo antiguo con una nitidez que no se puede
conseguir a la distancia. Sólo estando ahí nos vienen a la mente detalles que
no recordamos pero que tampoco hemos olvidado, y esas imágenes nos hacen hablar
con un tono de viejos que nunca imaginamos tener.
La calle —mi calle— del
barrio de San Roque era empedrada y en subida. Más o menos a la mitad estaba la
casa donde viví con mi tía Luvia, aunque era de una sola planta, por la
inclinación de la calle tenía tres escalones para entrar, uno de ellos dejó una
pequeña marca en mi espinilla cuando tropecé con él a los cuatro años. Recuerdo que el piso de la sala era verde, al
fondo estaba la cocina y más arriba, junto al baño había un tanque de agua. Lo
cuartos fueron construidos aprovechando los desniveles naturales del terreno,
aunque yo siempre dormí en uno que daba a la calle, donde en la madrugada se
escuchaban los pasos y el rebote de pelota del fantasma de un basquetbolista
que murió en un accidente.
Hacia el fondo se veía la
iglesia con sus santos de tamaño natural pegados a la pared, del lado izquierdo
de la calle estaba el parque de los enamorados en el día y los mariguanos en la
noche, y hacia la derecha iniciaba un callejón que se hacía más angosto a cada
paso, repleto de casas de pobres que de tan apretadas entre sí parecían
encimarse una sobre otra.
El día que volví a visitar
mi calle, mientras descubría que ahora la casa es de dos pisos y tiene facha de
oficina, que la iglesia ya no cuenta con la imagen de San Martín de Porres, que
el parque sigue lleno de enamorados y que el callejón ahora se ve más
pintoresco aunque igual de humilde, fui capaz de borrar todo lo nuevo,
sumergirme en lo antiguo y volver a sentirme niño.
Quizá por eso, antes de dar
la vuelta a la esquina para volver a mi presente, no pude evitar echarle una
última mirada a la casa, con la ilusión de verla como antes y, también como
antes, descubrir en la puerta a mi tía Luvia, llamándome para tomar café con
pan a las cinco de la tarde.
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