Cotidianidades... 29

05/noviembre/2013

Cotidianidades…

Los días frescos suelen ser una invitación a quedarse en cama. Es triste que un frío martes debas saltar del sueño al piso helado, salir del baño titiritando, desayunar a las apuradas y luego ir corriendo a cumplir con los deberes cotidianos, a sabiendas de que el mejor lugar del mundo está en nuestro cuarto, del cual nos alejamos como si le hubiéramos hecho daño.

Es muy probable, eso sí,  que lleves en mente la idea de desquitarte el siguiente fin de semana, y cómo no, si un domingo bajo esas condiciones climáticas suele implicar una larga y provechosa mañana durmiendo, calentar cualquier cosa a modo desayuno y ver un partido de fútbol, una película o algún capítulo viejo de tu serie favorita.

Yo prefiero ver los partidos de fútbol americano, pues más allá de lo emocionantes que puedan ser y de las proezas atléticas que a veces se observan, me parecen una alegoría de la incapacidad de rendirse: no importa cuán abajo vayan, la mayoría de los jugadores sale a dar lo mejor de sí en cada jugada y, en ocasiones, a pesar de que ya los tienen atrapados, se mueven como tilapia encebada hasta lograr zafarse y cumplir con su objetivo.

El domingo pasado, aprovechando el clima, decidí quedarme en cama hasta pasado el medio día. Mi hijito, cariñoso y perverso, pensó que al cuarto para las siete ya estaba bastante claro y muy bien valía la pena iniciar sus actividades cotidianas, entre ellas, la de jalarme el cabello, abrir mis ojos con sus tiernos deditos y golpearme la panza hasta que, entre molesto y encabronado, me levanto a preguntarle qué fregados quiere.

Para esos casos de emergencia, el querubín prepara sus ojos más tiernos con una pizca de lágrimas, esboza un puchero y, a punto de llanto, emite una sola palabra: leche.

Desarmado, sintiéndote un padre sin entrañas capaz de matar de hambre a tu vástago, optas por sacarte de encima las sábanas y levantarte por la bendita leche. Si alguno de mis piadosos lectores se está preguntando por qué no le enjareto esa actividad a la mamá, déjenme decirle que la misma pregunta le hice alguna vez al niño, y él, entre balbuceos y señas dio a entender que ella estaba descansando y era injusto despertarla.

Claro que la leche es un ardid para empezar a corretear por toda la casa, dedicarse a su labor de no dejar un espacio sin juguete tirado, encender la tele y poner en riesgo su integridad física jalando lo que tengan a su alcance, hurgando dentro de los contactos eléctricos y decorando las paredes con dibujos bastante abstractos.

Lo peor es que en ocasiones, viendo tu mañana de domingo echada a perder, tratas de sacar provecho de ella, así sea preparando el desayuno, pues de ese modo —piensas, ingenuo— te ahorras el gasto del bufete dominical y hasta quedas bien con tu mujercita.

A menos de que trabajes de malabarista en un circo, esa decisión puede ser un error de alto calibre. Apenas estás revolviendo los huevos debes correr hacia el comedor, porque el niño ya está en posición de clavadista de Acapulco sobre una de las esquinas de la mesa. Veloz vuelves a la cocina a ver que el aceite ya se está quemando, además no has cortado en trocitos el jamón y en lo que empuñas el cuchillo escuchas el grito desgarrador de tu hijo, quien no encuentra su juguete favorito. Metes todo a la licuadora con la convicción de que así se revuelven más rápido los ingredientes, en lo que le ayudas a buscar el juguete perdido se carbonizan los huevos, te das cuenta que a la cafetera le pusiste el agua pero no café y descubres que no hay tortillas. Piensas prepararlas tú mismo, total, qué se pierde con intentarlo, pero ni siquiera alcanzas a leer las instrucciones, porque el niño consideró que la bolsa de harina era un buen juguete para correr por la casa.

Ante la posibilidad del desastre absoluto optas por verte pragmático, cambias el jugo de naranja por mirinda, en lugar de ensalada de frutas pones un plátano sobre cada plato y amarras a tu hijito para tener al menos unos segundos de tranquilidad.

Lo malo es que ante esas situaciones los niños demuestran su capacidad pulmonar a grito pelado, lo que despierta a tu mujer quien —además de estar molesta porque la levantaron temprano— no puede creer que treinta minutos sean suficientes para transformar el orden hogareño en un desastre de guerra.

No necesitas voltear a ver lo que has provocado, a través de su gesto estupefacto comprendes que el desayuno es incomible, que la cocina requerirá varias horas de trabajo para quedar como antes, que el sartén no podrá ser utilizado de nuevo y que deberás compensar de muchas maneras los pocos minutos que tuviste amarrado al niño, sobre todo porque al final necesitaste unas tijeras afiladas para cortar por la mitad el nudo.

Es en ese momento entra en acción lo aprendido en el fútbol americano: en posición de optimista invencible les ofreces llevarlos a desayunar a donde ellos quieran, sonriente pones cara de “aquí no ha pasado nada” y tratas de escapar rápido de casa con la esperanza de no escuchar la inevitable frase demoledora de tu esposa: “ni creas que te voy a ayudar a limpiar esto en cuanto regresemos”.

Entonces suspiras, ves tu reloj con la esperanza de volver antes de que empiece el partido de los Raiders y ruegas porque el próximo martes no haya tanto frío.

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