Cotidianidades... 27
22/octubre/2013
Cotidianidades…
Hace
poco tuve una jornada de trabajo bastante extensa; se trató de una de esas
encerronas en la oficina con trabajo extenuante, en la que comes tortas
compradas en cualquier changarro y te hartas de café con galletitas. En esos
casos algo ocurre con el tiempo, que pasa pero no parece dar indicios de ello,
apenas te das cuenta que llueve afuera, en un afuera muy lejano a ti, donde hay
personas que sí tienen una vida, que corren para no mojarse y esquivan autos
con el limpiaparabrisas al máximo.
Cuando sales sólo quieres descansar, llegar a
tu casa, quizá darte un baño y olvidarte de lo que te ocupó durante muchas
horas. En mi caso, esa noche en especial, apenas abrí la puerta me encontré con
mi esposa frente a mí, tenía el gesto adusto, llevaba una chancla en la mano
derecha y una frase que tronó amenazadora:
—¡Te estaba esperando!
Mentiría si dijera que no sentí un pequeño
toque eléctrico muy parecido al miedo.
La escena me llevó a varios años atrás,
cuando regresaba tarde a casa por estar jugando en la calle o cuando en mi
ausencia se había descubierto alguna fechoría y entonces mi madre —sí, esa
mujer que nos vendieron en la tele como un dechado de virtudes y fuente
inagotable de cariño y amor—, se ofrecía a darme un correctivo directo y sin
remordimientos. No como ahora, que los psicólogos te amedrentan con traumas
irreversibles en tus hijos si los llegas a tocar y después te ofrecen fórmulas
que sólo mal educan, pero te hacen sentir menos brutal.
Esa noche, ante una escena que me parecía
casi pavorosa, no pensé lo que decía. La frase simplemente brotó por sí sola:
—Yo no hice nada.
Mi esposa puso cara de extrañeza y me tomó de
la mano para llevarme hacia la cocina. Entre tanto mi cerebro iba pensando en
todos los desórdenes y barbaridades que suelo cometer y que merecieran unos
soberanos chanclazos, pero lo juro, no recordé ninguno.
Finalmente estuvimos frente a la ventana del
patio exterior, encendió la luz y con rápidos movimientos de mano me señaló al
menos ocho cucarachas llegadas de quien sabe dónde, aunque con la actitud
resuelta —según explicó mi mujer— de invadir nuestro hogar y mancillarlo con
sus patas sucias y asquerosas.
—Bueno —le contesté—, entonces les tiremos un
poco de comida. Así no tendrán necesidad de entrar.
Mi mujer puso cara de “prefiero imaginar que
no dijiste lo que acabo de escuchar” y reclamó:
—¡Lo único que vas a lograr es que vengan más
cucarachas a la casa!
—Entonces les echemos insecticida—le
respondí.
—¡Lo único que vas a lograr es intoxicar al
niño! —dijo ella—, y como no queremos eso…
Tomó mi mano para entregarme la chancla mortífera,
abrió la puerta y me arrojó al matadero.
Apenas tuve unos cuantos segundos para
calentar un poco antes de lanzarme en feroz batalla contra esos asquerosos y
escalofriantes insectos
heterometábolos paurometábolos, también conocidos blatodeos.
No fue una tarea fácil, ocho bichos de esos
son bastantitos y cuando tienen alas parecen multiplicarse, además de que es
más difícil alcanzarlos.
Al primero que tuve a mano lo bateé en el
aire, eso pareció despertar el instinto ninja de una de sus hermanas que se
lanzó con una patada voladora en mi contra. Apenas la esquivé —supongo que con
cara de terror, porque escuché una risita de mi esposa— y desquité mi coraje
contra otra que descansaba feliz sobre el muro blanco del fondo. No pude
disfrutar ese primer logro, porque de inmediato escuché el grito:
—¡Que conste que tú vas a limpiar esa pared!
Así pues, como si fuera un Gran Hermano, las
reglas habían cambiado de un momento a otro. Las cucarachas debían ser
“eliminadas”, pero sin despachurramientos ni huellas asquerosas.
Seguí con la batalla que en algún momento
debió volverse divertida, porque mi esposa cargaba al bebé para que se
entretuviera un poco con la escena y entre risas narraba las acciones al
teléfono.
No sé cuánto tardé. Sí puedo decir es que acabé
exhausto, aunque con la alegría que da un trabajo terminado y bien hecho. Es
más, tan contento estaba, que al ver a mis rivales aniquiladas creí comprender cómo
se sintió Márquez después de sonarse al Pacquiao.
Entré a la casa pensando que si bien es
cierto que no hay enemigo pequeño, no lo es menos que hay algunos a quienes los
podemos sacar de nuestra vida a chanclazos. Esperaba una felicitación, lo que
encontré fue otra frase lapidaria.
—¿Te acuerdas de la guerra que empezaste
contra las hormigas?... Pues parece que vas perdiendo, porque ya se subieron a
tu pan.
Resulta que había puesto mi delicioso pan
tuxtleco en un platito, el cual coloqué
sobre un vaso que a su vez planté dentro de un cazo con agua. Bueno, pues las
muy desconsideradas no sólo se dejaban caer desde una de las puertas de la
alacena arriba del pan, sino que con sus propios cuerpos armaron unas islas
flotantes —es increíble pero cierto—, de esta manera un conjunto de hormiguitas
sirvieron como base para varias capas superiores de otras hormigas y a modo de
pirámide humana —de esas que nos hacían practicar para los desfiles— cruzaron
el lago artificial, llegaron al vaso y se empezaron a comer mi pan.
Imaginé a las cucarachas burlándose desde el más
allá: “ganaste una batalla pero no la guerra”.
Decidido, firme, casi estoico, hice lo que
más conviene en esos casos.
Apagué la luz y me fui a dormir.
Hasta la próxima.
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