Cotidianidades... 72
30/septiembre/2014
Cotidianidades…
Cada ciudad, pueblo y
colonia suelen tener algún ser que, de tanto ir y venir por las mismas calles
todos los días, se vuelve parte del paisaje y llegan a tener un lugar
importante en el folclore local.
Por
supuesto que ese lugar no es exclusivo para las personas, hay animales como los
perros que “Cortesianamente” se ganan su libertad sin atar a otros, y que
suelen vivir entre sobras de alimentos, el cariño de los más pequeños y las
miradas de desprecio de los adultos.
Quienes
también suelen hacerse de un espacio en la historia popular son los vendedores.
A veces por sus gritos emblemáticos, en ocasiones por su buen trato, se van
ganando el recuerdo y dejan impresas sus huellas en el alma de las avenidas que
recorren una y otra vez.
Recuerdo
una tarde en la casa de la tía Ame en que reinaba un ambiente de luto. Alguien
llegó con la noticia de que “El Juchi”, vendedor de nieves sempiterno, había
fallecido.
Entre
varios de los presentes se armó la historia de vida de este señor, a quienes
algunos conocían desde décadas atrás, e incluso tuvieron trato con don Lupito, padre
del Juchi, y quien comenzó el negocio de la nieve a mediados del siglo pasado.
Estábamos
entre las remembranzas cuando alguien vio pasar al Juchi frente a la puerta, y
no se trataba de un fantasma, sino del auténtico y verdadero nevero que con su
presencia apagaba los chismes mortuorios.
Tanto
gusto causó verlo, que tías, primos y sobrinos salieron en tropel a comprarle
una nieve y él, contento por la alegría que causaba el que estuviera vivo, se
negó a cobrar, bajo el argumento de que de ese modo cooperaba para el festejo
de haber escapado a la muerte, así ésta hubiera sido ficticia.
Claro
que quienes más presentes suelen estar en las calles son los mendigos, los
abandonados por la suerte y los que, por distintas razones, se olvidaron de sí
mismos.
Uno
de ellos era Nacho, un joven indigente que andaba siempre cargando palos.
Algunos le decían “El Chedraui”, pues para hacerse de alimentos entraba a los
negocios y pedía de comer, argumentando que luego podían ir a cobrar a esa
tienda, en tanto él era el dueño.
De andar pausado, de pronto se ponía de
rodillas y así avanzaba algunos metros. A veces tenía momentos de eso que llamamos
lucidez, y fue en una de esas ocasiones cuando le contó a una amiga por qué se
arrodillaba: Era su forma de agradecer el haber sobrevivido a una caída de un
segundo piso, que le rompió la cabeza, lo dejó al borde de la muerte y afectó irremediablemente
su forma de percibir al mundo.
A
veces Nacho se topaba con el Compashito, un barrendero que con escoba al hombro
y estilo cantinflesco, siempre caminaba sobre la cuerda floja del alcoholismo,
y que de entre su borrachera solía sacar su bien lustrada cortesía para saludar
a todos llamándonos “Compashitos”.
Tambaleándose
sobre su existencia llegaba a una casa tan abandonada como él, a un lado de un
bosquecito a donde muchos vamos a correr, y se encargaba de la limpieza de los
baños con una diligencia mal pagada.
El
miércoles pasado, cuando pasé por ahí, me encontré con un borrachín distinto,
llorando por la soledad en que lo dejó el Compashito, su amigo, quien de buenas
a primeras tuvo la ocurrencia de morirse sin avisar.
Tal
vez el Compashito tenía mucho tiempo de andar muerto en vida, sin embargo no
dejé de sentir cierto pesar por él, aunque también me dio gusto saber que tuvo
un velorio humilde, pagado por muchas personas con quienes estableció algún lazo
afectivo y que juntaron esfuerzos para despedirlo.
Van
estas líneas a todos esos seres que iluminan nuestras vidas y a veces hasta le
quitan lo rutinariamente cotidiano, aprovecho para desearle larga vida al Juchi
y a Nacho (de él no hemos sabido hace meses), y también para mandarle un saludo
al Compashito, quien no dudo ande barriendo los intrincados caminos de la
muerte y llamando “compashitos” a quienes por allá se topa.
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