Cotidianidades... 49

22/abril/2014

Cotidianidades…
—No les gusta irse solos —decía una tía abuela para referirse a los muertos—. Hasta ellos prefieren andar acompañados, por eso no tardan en regresar a llevarse a un conocido… aunque casi siempre se van de a tres.

Esto lo comentó la anciana (en paz descanse) durante el velorio de un vecino que fue peluquero de su esposo. A éste último lo habíamos enterrado una semana antes, pocos días después de que murió su mejor amigo.

Tanta fe tenía mi tía en esa verdad, que si confiaba en la existencia de una vida después de la muerte no era porque lo que dijera la Biblia o por los discursos de los pastores evangélicos que en aquel entonces comenzaban a llegar a su pueblo, sino por la confirmación empírica de que los muertos no se iban solos y con firmeza esgrimía sus razonamientos para defender dicha postura: únicamente quien goce de algún tipo de conciencia y alguna forma de vida en el más allá, tiene la capacidad de regresar por compañía.

Aquella ocasión yo estaba discutiendo con un primo sobre las ventajas que podía tener el trompo y las canicas por sobre el Atari (artefacto prehistórico antecesor de los actuales videojuegos en 3D), aun así alcancé a escuchar a la tía y, contrario a mi carácter tímido, tuve el valor de preguntarle cuánto tiempo podían esperar los difuntos para llevarse a alguien.

—Ellos tienen la eternidad de su lado —dijo—, pero para hacerse compañía no aguantan ni medio año.

Puse cara de espanto, solté las canicas, guardé el trompo y me puse a llorar. Un compañero de cuarto grado había muerto pocas semanas atrás y aunque nunca fui un gran amigo suyo, sí me sentaba cerca de su silla, así que las posibilidades de que se fijara en mí como compañía podían ser bastante altas.

—Pero esto no aplica a los niños —dijo la tía a modo de consuelo—, todo está en que no lo andes soñando.

Condenada viejita, yo creo que fue por su culpa que tuve pesadillas con mi compañero de clases durante una buena temporada y nunca supe cómo logré exorcizarlo de entre mis miedos.

Esto viene a colación porque la literatura mexicana nuevamente está de luto y, como si quisieran corroborar la hipótesis de mi tía, varios escritores han partido casi en grupo.

El primero fue el poeta argentino Juan Gelman. Él falleció a mediados de enero en la Ciudad de México, donde vivía desde que debió exiliarse de su país.

Lo siguió José Emilio Pacheco, quien a finales de ese mismo mes decidió dejarnos de modo sorpresivo. Por cierto, su último escrito estaba dedicado precisamente a Juan Gelman.

La semana pasada partió Gabriel García Márquez. Como si el realismo mágico hubiera querido hacerle un homenaje, a su muerte la antecedió una espectacular luna roja y una granizada, murió el mismo día santo que uno de sus personajes más memorables (Úrsula Inguarán en “Cien años de soledad”) y al día siguiente los dioses de la tierra con un movimiento telúrico cimbraron a varios estados del país.

—Con él ya van tres, la cuenta está completa —le dije a mi esposa.

Pero la hipótesis de mi tía falló el domingo de resurrección, cuando nos encontramos con la noticia de que Emmanuel Carballo, considerado el mejor crítico mexicano del siglo XX, también dejó de existir. En su página tiene escritas estas palabras que no tienen desperdicio: “Ya no me hago ilusiones: la literatura no va a salvar en general al mundo y en particular al hombre, al hombre que tiene un nombre y un apellido, tan sólo le va a ofrecer una larga cadena de pistas que le permita conocer el amor y el desconsuelo”.

Los cuatro fueron grandes escritores que bebieron, bailaron, comieron, cantaron y lloraron con la vida. Excepto José Emilio, los demás pasaban de los ochenta años.

No sé si en el más allá se reúnan para hablar de literatura y así tener —como dijera García Márquez— “en qué distraerse los tediosos domingos de la muerte”, pero por si la vida eterna fuera cierta y además sus almas tuvieran el desatino de leer estas líneas, aprovecho para pedirles de favor que le manden un saludo a mi tía, quien poco después de morir se llevó a mi abuela y a una comadre de las dos.

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