Cotidianidades... 10
11/junio/2013
Cotidianidades…
El garrobo sigue en
casa. De repente se pierde un par de días, sin embargo regresa o sale de su
escondite, no lo tengo del todo claro. Todavía demuestra cierto temor cuando
nos percibe cerca, aunque no tanto como antes. Se ha confiado, lo suficiente
como para que la señora que ayuda en casa lo agarrara desprevenido por la cola.
Así comprobamos que, en esa situación, ese primo de las iguanas poco puede
hacer por defenderse.
La
señora hizo una ligera insinuación sobre lo rico que le sale cierto platillo
que tiene como ingrediente principal la carne de garrobo. Comprendí sus
intenciones y le dije no, gracias. Me distraje imaginando al garrobo en medio
de una cacerola. En ese momento mi hijo se escapó de mis brazos, se acercó al animal
y estiró la mano para acariciarlo. No es que el niño, a su año tres meses,
desconozca el miedo. Al contrario, un par de ocasiones ha corrido a mí
buscando protección ante ruidos estentóreos y para él extraños. Sólo que para
el niño, esta especie de lagarto se ha vuelto parte de su cotidianidad y no lo
ve como algo ajeno.
A
punto estuve de gritar un ¡No! que quería decir muchas cosas —no lo toques, no
lo muerdas, no quiero verte lastimado, no debiste soltarlo— y que iba, sobre
todo, a espantar al niño. La señora alejó rápido al animal y ya no pudimos ver
si es cierto que muerde.
Yo me
tragué mi “No” y hasta me di una palmadita al hombro, contento de no haberle
enseñado un miedo a mi hijo. Aunque luego me pregunté si no más bien, en lugar
de evitarle sentir miedo, debo guiarlo para aprender a convivir con sus miedos,
en tanto estos son parte de la vida.
Uno
de los primeros miedos que recuerdo en mi vida era a las sombras. Yo dormía con
un Sagrado Corazón de Jesús sobre la cabecera. La imagen tenía un pequeño foco
rojo entre las manos, que supongo dejaban encendido para que yo no tuviera
miedo si despertaba en medio de la oscuridad absoluta. Lo que nunca imaginaron
ni les dije, era que no podía dormir precisamente por las sombras que
proyectaba el dichoso foquito.
Creía
ver que el rostro de mi protector parpadeaba e imaginaba que entre las sombras
del cuarto, provocadas por esa exigua luz, se escondían seres tenebrosos,
quienes se comunicaban con ladrones, fantasmas y seres malignos al otro lado de
la ventana. En mi caso no funcionaba eso de dormir acompañado por un adulto,
pues a mi corta edad ya entendía que poco podía hacer una persona común y
corriente contra un ser sobrenatural.
El
miedo a las sombras invitó a otros miedos a vivir en mí, y ellos me acompañaron
durante varios lustros. Algunos de esos miedos todavía anidan en mi corazón y
muestran los dientes cuando la ocasión es propicia. Lo malo no estaba en que
tuviera miedo, sino que durante años me dediqué a esconderlos, creyendo que los
valientes no sienten miedo, cuando los miedos, en realidad, son un condimento
de la vida y deberíamos aceptarlos como parte indispensable de nuestro ser.
El
domingo pasado fui en grupo a correr a un camino de terracería bastante alejado
de la ciudad, adelante de un poblado llamado San Fernando. Cuando me invitaron
recibí la advertencia de que sería un recorrido de al menos dos horas, en un
camino con bastantes subidas. Es decir, el castigo para el cuerpo estaba
asegurado.
El
primer miedo fue a no aguantar esas dos horas de entrenamiento. Luego tuve
miedo al dolor que podría llegar a sentir. Además había que levantarse a las
cinco de la mañana precisamente el día que más tiempo se puede descansar. Aun
así acepté ir.
Sin
embargo, ya en el lugar, surgieron otras dudas bastante miedosas: ¿Qué hago
aquí? No conozco, se ve muy solitario, si me pasa algo ni quién me ayude. ¿Y
qué tal hay asaltantes? En vez de andar de aventurero, ¿no debería estar
descansando en la seguridad de mi cama y cuidando de mi familia?
Pero
ya estaba ahí y empezamos a correr. A los pocos kilómetros comenzamos a
disfrutar de paisajes increíbles. La vista panorámica de una cañada con varias
tonalidades de verde, el canto de las chachalacas en libertad, la brisa
matinal, una pequeña cascada de aguas transparentes, flores rojas que colgaban
de árboles altísimos, la camaradería, los chistes y el saludo amable de los
lugareños, fueron los verdaderos ingredientes de esa mañana. Del motivo de mis
miedos, sólo uno se medio cumplió. Al regreso no aguanté subir una ladera. Debí
caminar. Apenas me recuperé seguí con la carrera y, más allá del dolor que pude
haber sentido, está el gusto de un pequeño logro personal y el placer de haber
respirado aire puro en un lugar increíblemente hermoso.
No
siempre se tiene tanta suerte con los miedos. A veces lo que tememos se cumple
de modos terribles. Sin embargo, también es cierto aquello de que la gran
mayoría de las veces sufrimos más con el miedo, que con aquello que lo provoca
y que a veces ni siquiera sucede.
Esto
no significa que ahora esté dispuesto a compartirle mis miedos a mi hijo.
Simplemente empiezo a hacer conciencia de que una labor muy importante será la
de enseñarle a convivir con sus miedos. Que sea capaz de afrontarlos, de
acariciarlos y hasta de apoyarse en ellos.
Al
final de cuentas, si el garrobo le tuviera más miedo a las personas, no habría
estado tan cerca de convertirse en un guiso.
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