Cotidianidades... 17

12/agosto/2013

Cotidianidades…
El matrimonio implica aceptaciones y renunciamientos. Esa es una frase bastante trillada, aunque no por ello menos verdadera. En mi caso, debí aceptar que junto con nosotros se pasara a vivir una gata siamesa, contra quien argumenté que estos felinos suelen ser portadores de virus que, por ejemplo, inhiben el embarazo. Mi esposa esgrimió como contraargumento, que estos virus no siempre afectan a las personas y que, conforme fue educada, si alguien de la casa alejaba a un ser que brindara un servicio, el culpable del hecho asumiría las responsabilidades y tareas del ser alejado.

—Por ejemplo —me dijo con una mirada dulce—, uno de mis hermanos fue tan grosero con la señora que nos lavaba la ropa, que ella decidió dejar de ir a trabajar a la casa, y entonces fue mi hermano el encargado de lavar la ropa de todos.

No abundó con más ejemplos, pero como no deseaba andar cazando ratas ni persiguiendo ratones, decidí echar mano del buen juicio y la razón que no siempre me caracterizan y acepté a la Poli, con la única condición de que fuera esterilizada.

De veras, mi experiencia con ese tipo de mascotas era limitada, sino es que inexistente, y si bien más de una ocasión distintas amistades se quejaron de los escandalosos que sueles ser estos bichos durante sus noches de lujuria, lo más cercano que había estado en décadas a un sonido de esos, fue una noche en Cholula, en que juré que se escuchaba el llanto de un bebé afuera de la cabaña donde vivía y en realidad era un gato.

Ahora, conviviendo con esta cazadora de ratas, ratones, lagartijas, chapulines, alacranes y murciélagos, he descubierto que la esterilización no elimina las épocas de celo, y que si bien los gatos son famosos por ver entre la oscuridad, también deberían serlo por ser capaces de olfatear las feromonas de una fémina de su especie a varias cuadras a la redonda, pues sólo así se explica la llegada de tantos “amiguitos de la Poli”, como eufemísticamente llamamos a todos sus potenciales amantes.

El problema no es que aumente la densidad demográfica gatuna en la calle, es más, el que zarandeen a nuestra gatita para quitarle el alimento todavía llega a ser perdonable —para qué es tan zonza y se deja—, lo que no tiene nombre, son los ruidos y gritos de guerra que lanzan para marcar su territorio y pelearse por obtener los favores de nuestra mascota de ojos azules.

Después de varias noches sin dormir a gusto, decidí tomar acciones concretas y adecuadas para eliminar a estos gatos. Así se lo dije a mi esposa y ella supuso que pensaba envenenarlos. En realidad no se me había ocurrido esa estrategia, pero con tanto cansancio acumulado, la idea llegó a parecerme atractiva. Claro, el resultado podía ser impredecible, como que nuestra misma Poli sucumbiera al veneno, que algún dueño afectado me reclamara a través de la palabra y de sus acciones, y que además no pudiera dormir por el remordimiento de tanto gato muerto.

Además de que lo consideraba un método en extremo doloroso para los “mishos”, envenenarlos me pareció cobarde. Preferí atacarlos de frente y, más ad hoc con estos tiempos violentos, recurrir a las armas. Así, empuñando una bazuca y una pistola de agua, hace un par de noches, apenas escuché los primeros maullidos, salí a darles su respectivo baño.

¡Cómo corrían los infelices!, se alejaban veloces hasta la esquina, donde reagrupados creí se organizaban para olvidar sus rencillas por un momento y enfrentarme en colisión. Eran tantos que un vecino que iba llegando, pensó que se trataba de un bloqueo carretero de esos tan comunes en nuestro estado y se detuvo para sacar la cartera y pagar el derecho de paso.

Mientras tanto, sintiéndome el vengador de los desvelados, arremetí nuevamente contra los felinos, quienes no presentaron resistencia y se desperdigaron por distintos rumbos.

Mi triunfo fue absoluto.

Lo que no había calculado era que los niños seguían de vacaciones y acostándose tarde. Así que uno de ellos me observó desde su ventana, con quién sabe qué artimañas le avisó a otros niños de la cuadra y, cuando yo iba rumbo a mi casa aun saboreando el sabor de la victoria, me encontré con una gavilla de vecinitos dispuestos a batirse conmigo en duelo de pistolas de agua.

Puede que no sea valiente, pero sé cuándo debo portarme como un guerrero y enfrentar estoico los desafíos de la vida.

Correteamos que dio gusto. Para aquellos ecologistas que en este momento estén rumiando su molestia ante el despilfarro, puedo asegurarles que el gasto de agua fue mínimo —una carga por persona— y que correr riéndonos es menos dañino que estar aplastados viendo la televisión.

Uno de los más grandes me sorprendió con un disparo directo al pecho. Fui tras él con el instinto de venganza royéndome el alma, cuando lo tuve a unos tres metros le lancé el chorro de agua. Si él hubiera sido un segundo más lento y mi esposa no se hubiera asomado en ese instante, seguro estoy que ella no habría sido la destinataria del disparo.

Mi esposa sonrió, puedo jurarlo, pero nadie sabe lo que encierra el corazón de una mujer.

Nuestros gritos molestaron a una vecina que desde su balcón pidió silencio. Por supuesto que yo, gracias a las experiencias de la vida, fui el primero en esconderme entre las sombras de mi casa, esto con el objetivo de no quedar tan mal parado ante los ojos de la vecina y al mismo tiempo tratar de rescatar algo de mi imagen pública.

La anciana no me vio. O creo que no me vio. En cambio mi mujer sí, y apenas pasé por debajo de la ventana del cuarto, dejó caer sobre mí el agua fría de la bañera de nuestro hijito. No conforme con su fechoría, gritó que ni se me ocurriera pasar por la sala con los zapatos chorreando agua enjabonada.

Una hora después, ya acostados, los gatos regresaron y nos regalaron otra noche de concierto maullador. No pude dormir, me sentí acorralado por el escándalo felino, por el dolor de haber sido derrotado a traición y por mis ganas desbordantes de encontrar cómo vengarme del baño recibido.

Estoy seguro que, tarde o temprano, esta historia continuará.

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