Cotidianidades... 44

10/marzo/2014

Cotidianidades…
—Ahí viene “El hombre más feliz del mundo” —dijo mi primo, señalando abiertamente a un señor con sombrero de paja, la camisa abierta, pantalón raído y descalzo. Sonreía contento, traía colgando al hombro un hilo con tres mojarras y era evidente que caminaba en su propia realidad—. Él, con pescar en la poza, cortar alguna fruta del campo y tener un poco de ropa que le regalen, es feliz, por eso le decimos así.

Eso ocurrió hace ocho años, estábamos de visita en el pueblo donde nació mi padre y hablábamos de lo estáticos que resultan muchos lugares de México, donde el tiempo pasa por sobre las personas pero no por las calles y casas, y aún las personas, si no se enteran de que están muertas, a veces rulfianamente andan caminando por los patios, dando de qué hablar en los velorios y en las noches en que se cuentan historias de espantos.

“El hombre más feliz del mundo” era el sobrenombre de ese señor llamado Calismenio, y era el único en la región que gozaba de un apodo tan largo. Se lo había ganado de tanto sonreír y nunca dejarse ver enojado y mucho menos triste. Claro, llamarlo así requería mayor esfuerzo y más si era con un grito —se necesita menos aire para gritar Ana, Tito, Luis o Chipilín, por ejemplo—, pero la gente del lugar lo quería tanto, que de ninguna manera se quejaban del tiempo y saliva que gastaban para referirse a él.

—Pienso que es feliz porque no sabe que hay más cosas en el mundo y con lo que encuentra acá le alcanza —dijo mi primo—. Y, no creas, lo mismo les pasa a muchos de por aquí. Nadie puede desear lo que no conoce, así que somos felices en nuestra ignorancia.

Hace poco volví para encontrarme con cambios evidentes en el pueblo. Ahora circulan varias camionetas de origen extranjero, los jóvenes se arreglan al estilo vaquero (¿O quizá norteño?, no lo sé, perdón por la ignorancia en estilos de vestuario) y “El hombre más feliz del mundo”, dejó de sonreír.

—Todo comenzó cuando llegó la televisión por cable —nos contó esta vez mi tío—. A no sé quién se le ocurrió invitar a Calismenio a ver la tele en la sala de la casa. Dicen que se acomodó en el suelo y no despegó la mirada de la pantalla hasta que lo corrieron, casi a media noche. Al día siguiente ya andaba todo triste. Descubrió que hay niños capaces de cocinar pescados que él nunca podrá probar, que existen frutas tan caras que al olerlas ya debes dinero y que sólo cuando te peinan y visten elegante, eres alguien para los demás. Anduvo llorando varios días. Ya se le pasó esa tristeza, pero no ha vuelto a verse alegre. Por eso le quitamos el apodo.

Nos callados un rato, sintiendo tristeza por la tristeza de Calismenio.

—Claro que no sólo él cambió —terció mi primo—. Ahora los muchachos se fijan en las marcas, ni hacen ejercicio pero quieren tenis caros, ya no se quieren subir a cualquier carcacha y hasta le exigen a sus papás que les compren I-phones y tablets. ¡Que ya I-phones!... ¿Pa’ qué?, si ni hay señal en el pueblo, sólo para tomar fotos les sirve.

—Con el cable llegó la pobreza al pueblo —dijo mi tío tomándome del brazo—. Primero porque nos dimos cuenta que frente a tantas cosas y riquezas que hay en el mundo, nosotros somos casi indigentes, y segundo, porque ahora no hay dinero que alcance para comprar tantos caprichos y deseos.

—¿Te acuerdas de aquel viejito del D.F. que fuimos a escuchar cuando dio una conferencia? —me preguntó mi primo.

—Carlos Monsiváis —le contesté con tono de pregunta.

—¡Ese! Aquella vez hablaba de “la modernidad que no moderniza, en medio de un folclore que se destruye”. ¡Así lo dijo! No sé por qué justo ese palabrerío se me quedó grabado, quizá porque no lo entendí, aunque algo me decía que encerraba una gran verdad. Mira vos, de qué manera lo vine a comprender tantos años después.

Al rato nos subimos a una camioneta americana y, escuchando corridos en un I-pod, fuimos en busca de una de las tías, que estaba lavando ropa en el río.

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