Cotidianidades... 6
14/mayo/2013
Cotidianidades…
—Un accidente, cualquiera lo tiene. —Eso
dijo una chica de dieciséis años, dueña de un auto con el que atropellaron a un
hombre y a sus dos hijos— Además, no está tan grave —continuó la jovencita— y a
los niños ni le pasó gran cosa.
Cuentan las amistades
de tan tierna criatura, que ella no se interesó por los atropellados ni por su
compañero de clases y de edad que iba manejando —él permaneció en la cárcel
varios días—. Tampoco le interesó la vida de otros tres hombres, cerca de quienes
se fueron a estrellar minutos después, su única preocupación era que, debido a
ese accidente que “cualquiera lo tiene”, tuvo que posponer un viaje.
Pobrecilla.
Por cierto, el señor atropellado tiene una
costilla rota que le perforó el pulmón, y si bien la niña no iba al volante, es
escalofriante escuchar el cinismo con que habla de una vida humana.
Apenas cuento con
indignación este hecho, un amigo me recuerda que él vivió algo parecido: un
joven atropelló de frente a un motociclista. El de la moto murió. El joven que
lo atropelló estaba profundamente preocupado, pero por recuperar su teléfono,
pues en el impacto se le cayó al suelo del vehículo y lo dejó ahí en lo que
averiguaba qué daño había sufrido su auto.
Pronto se suman más
historias, en algunas murió el que iba al volante, en otras el pasajero, la
novia, el amigo y, en muchas más, gente inocente que sólo intentaba continuar
con su vida diaria. Claro, tampoco hay que ser tan trágicos, en varios de estos
“accidentes” nadie murió, si acaso quedaron paralíticos, en estado de coma,
mutilados, tullidos o deformes, pero vivos.
Lo triste es que estas
situaciones son parte de nuestra cotidianidad. No importa dónde estés leyendo
esto, seguramente puedes sumar una o varias historias más similares a las que he
narrado, y si te pones quisquilloso con tu memoria, quizá recuerdes al menos
una por año.
Por supuesto que la
irresponsabilidad, las expresiones y la deshumanización que exhiben estos
jóvenes, no son otra cosa que el reflejo de los mismos adjetivos enarbolados
por sus padres, a quienes además se les pude sumar los calificativos de
“negadores de su realidad” y “filicidas”, es decir, que atentan contra la vida
de sus hijos. Pues si bien a los hijos los amamos con pasión desmedida, tampoco
podemos dejar de ver sus capacidades, defectos y actitudes, y si el sujeto en
cuestión, casi adolescente, da muestras de arrebato y un incontrolable deseo de
parecerse a “Checo Pérez”, lo último que deberíamos hacer es entregarle un auto
para que vaya a jugar a la ruleta rusa.
Déjenme confesar que la
noticia del señor que fue atropellado mientras abrazaba a sus dos hijos me
resultó tan dolorosa, que decidí escribir sobre esto desde mediados de la
semana pasada. Pensaba narrar solamente el hecho; en ningún momento consideré
meterme a contar lo que pudo sentir este señor. No se me había ocurrido
El destino me llevó a
reconsiderar este punto.
El jueves pasado debí
cruzar un boulevard mientras cargaba a mi hijo. El camellón en ese sitio es
bastante amplio e incluso en otras ocasiones lo he dejado caminar un rato por
ahí, aunque siempre tomado de la mano. Sin embargo esa mañana traía prisa y con
él en brazos me dispuse a esperar que pasara un auto para terminar de cruzar la
calle.
El joven que manejaba
ese auto traía más prisa que yo. Dobló la esquina a toda velocidad y, casi sin
frenar, se subió al camellón una fracción de segundo para luego bajar veloz a
muy poca distancia de donde yo estaba.
Todo ocurre tan rápido
que no tienes tiempo de pensar, lo único que alcanzas a hacer, quizá por
instinto, es abrazar con fuerza a tu hijo y medio girar el cuerpo, para ser tú
quien reciba el impacto inicial. Luego, cuando ves que has sobrevivido, te
viene una furia desquiciante.
Tuvimos suerte. El
hecho quedó a nivel de anécdota y, te dicen distintas personas, “lo bueno es
que no pasó del susto”.
En mi caso alcancé a
gritarle un insulto que espero siga resonando en sus oídos. El tipo se detuvo,
quizá dispuesto a demostrar con los puños que no era tan poco inteligente como
lo llamé.
Lo invité a que se
bajara, pero algo leyó en mi gesto y en el tono de mi voz que decidió
reconsiderar su situación y arrancar de nuevo. Tal vez si hubiera puesto más
atención, habría notado que poco daño podía hacerle con un solo brazo libre y
la historia sería otra.
Después de eso me subí
a mi propio auto, fue entonces cuando sentí el bajón de la adrenalina y comencé
a temblar.
No le deseo ningún mal
a ese chico. Tampoco a los papás de jóvenes como éstos. Sólo les pido que no se
metan con todo y auto en la vida de las demás personas, porque, en serio, no
tenemos ganas de arruinarles sus viajes y su diversión, pero tampoco estamos
interesados en escuchar que “un accidente cualquiera lo tiene”.
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