Cotidianidades... 94
23/marzo/2015
Cotidianidades
Cada mañana debo enfrentar un problema que yo
sé comparto con muchos, y aun cuando es
delicioso, no deja de significarnos dificultades de diversos tipos, aunque su
consumo, por ahora, siga siendo legal.
Me refiero a la adicción al pan,
que en mi caso raya en los límites del vicio y no lo he podido vencer ni con
mis más desaforados esfuerzos, que incluye invocaciones metafísicas, rosarios,
sesiones de hipnosis y espiritismo, y varios ejercicios de programación
neurolingüística.
A pesar de lo anterior, apenas
colocan una bandeja de pan con una jarra de humeante café delante de mí,
comienzo a salivar como chucho con hambre y mi alma no encuentra sosiego hasta
que sopeo un trocito de pan en café (preparado con estivia, por supuesto… para
no engordar).
Pero no vaya usted a pensar
que me rindo fácilmente ante mis debilidades. No señor, de ninguna manera. Con
un valor digno de los guerreros estoicos, hago la intentona de contenerme y
hasta pongo cara de “ni me interesa probar esos panqués y polvorones del
demonio”, pero eso no evita cierto sudor de manos, que mueva los ojos como
buscando la estrella de oriente y un gruñido de tripas tan tenaz como
colectivero queriendo meter su combi donde no cabe.
Eso sí, la educación se
impone, y no estiro la mano sino hasta que alguien me invita a tomar la primera
pieza de pan. Yo, para no desairar y temeroso de encontrarme en alguna de esas
culturas donde se ofenden si no compartes la comida con ellos, respondo con un pudoroso:
—Sí, gracias, pero sólo un
pedacito de concha. Nomás pa’ matar el antojo.
Diez minutos después el
méndigo antojo no sólo sigue vivo, sino que además se desarrolló, y el que
invitó a tomar una pieza ya no sabe dónde esconder la bandeja que antes
rebosaba de carbohidratos.
Me ha ocurrido que estoy por
llevarme a la boca una buena porción de magdalena remojada en chocolate, cuando
descubro en el gesto de mi anfitrión la convicción absoluta de que en mi vida
pasada morí víctima de alguna hambruna y la preocupación sincera de que por su
culpa sufra yo una indigestión mortal.
No dudo que más de uno me
haya invitado a su casa nada más por comprobar que mi mala fama sea cierta y
yo, por mantener cierta honorabilidad, antes de tomar el primer pan suelo otear
el ambiente buscando cámaras ocultas (tampoco quiero aparecer en Facebook con
un título como “glotón indomable” o “increíble pero cierto”) o alguna retahíla
de vecinos escondidos y dispuestos a disfrutar el espectáculo gratuito que yo pueda
representarles.
En mi casa, y para ganar las
batallas antes de que éstas comiencen, realizo un truco sencillo aunque
bastante efectivo: no compro pan ni galletas, y no por tacaño, sino para evitar
la tentación. Pero aún bajo la conciencia de que no hay ninguno de esos
alimentos en la alacena, me he descubierto buscando una galletita olvidada —así
sea medio rancia— o un trozo de bolillo duro que pueda ser ablandado por una
taza de café caliente.
La situación se va tornando
escalofriante cuando paso más de tres días sin siquiera una galleta de
animalito en el desayuno. Sin embargo, y esto lo he comprobado en varias
ocasiones, después de cinco días sin esa clase de harinas, mi cerebro finge
olvidarse de ellas y hasta dejan de parecerme indispensables para seguir
viviendo.
El punto es que el antojo
sigue ahí, al fondo de mi ser, creciendo en silencio y sin prejuicios para
volver al ataque apenas tenga una nueva oportunidad. Digamos que es como
político viejo, que parece olvidado del poder y satisfecho con lo que se llevó,
pero que se dedica a criar a un vástago dispuesto a tomar un puesto de gobierno
con ambiciones imposibles de ser satisfechas.
Ahora, justo, estoy
trabajando en controlar mi “pan-fília”.
Esta es una tarea ardua que me traerá beneficios importantes, como lo es el caber
en el traje de baño que podría usar en Semana Santa o evitar la compra de pantalones
nuevos porque ya no cierran los botones de los actuales.
Sin embargo, y en tanto se
trata de una tarea difícil que requiere de una gran concentración y compromiso
casi absoluto, esta columna no aparecerá la próxima semana y espero comprendan
mi situación urgente: si en los días santos voy al mar o a una alberca, no
quiero que mi figura provoque espanto; y si voy a San Cristóbal de Las Casas, pretendo
llevar la conciencia tranquila para zamparme una buena dosis de esos deliciosos
panes que por allá hornean. Hasta la próxima.
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