Cotidianidades... 91
02/mar/2015
Cotidianidades…
La escena resultó inolvidable. Una señora
obesa iba manejando un Renault viejo, llevaba el brazo izquierdo por fuera de
la ventanilla para sostener una lámina de asbesto sobre el techo de su auto,
con la mano derecha sostenía un celular al que seguramente —lo deduzco por el
gesto ceñudo— iba gritando improperios, y el volante lo conducía con la
barbilla y el codo derecho.
La situación se le complicó
cuando pasó encima de una alcantarilla mal puesta, que le desbarajustó el eje
corporal, le hizo perder el celular, soltar la lámina y subirse a la banqueta.
Por supuesto que recibió una
sarta de insultos por parte de algunos peatones. La señora se rehízo rápida y
con actitud de “ni me importa lo que digan”, se reincorporó a la jungla vehicular
en una situación similar a las antes descritas.
Sé que la imagen les puede
parecer fantástica, pero fue real.
Si bien antes he expresado
que las personas se transforman al colocarse detrás de un volante, quizá sería
más preciso decir que bajo el anonimato que da ir dentro de un automóvil,
muchos sacamos nuestra parte más irracional, evidenciamos ciertos desórdenes
mentales y en no pocas ocasiones vamos gritando aquellas carencias que más nos
afectan.
Dentro de esa fauna al
volante encontramos, por ejemplo, a quienes se sienten ases de la velocidad y
van saltando de un carril a otro con la alegría de político chapulín que anda de
puesto en puesto. Este tipo de conductor suele meter acelerones sin sentido,
usar el claxon generosamente y frenar con chirridos estridentes para evidenciar
que un estorbo osó atravesarse en su camino. No le importa que en el siguiente
alto sea alcanzado por el octogenario a quien rebasó tres cuadras atrás, apenas
ve la luz verde, vuelve a realizar sus peripecias circenses que ni le sirven
para avanzar y en cambio queman mucha gasolina.
Con mayor prepotencia y a
más distancia del pavimento (en un nivel “VIP”, digamos), están aquellos que
llevan camionetas tan inmensas y estorbosas que no hay garaje donde encuentren
acomodo.
A esta clase de personas las
ve uno conduciendo casi siempre con el celular al oído (como gritando, “a mí los
agentes de tránsito me hace de cenar”) y con gesto de divo dispuesto a ser
admirado por el mundo.
Tanto me ha llamado la atención la ridícula
altivez con que este tipo de conductores le echan lámina a los autos más
pequeños, que una ocasión estuve tentando a preguntar en una agencia si con la
factura de estos armatostes también te entregaban la autorización para faltar a
las reglas tránsito y de urbanidad.
No hice la pregunta porque si
uno observa con atención, no todos los conductores de camioneta conducen igual,
los hay educados y hasta corteses. Entonces cabe preguntarse qué carencias
emocionales o físicas tienen aquellos que se suben a este tipo vehículo con
ganas de sentirse un poquito más grandes y muy prepotentes, así sea por quince
minutos.
Punto y aparte están los
políticos y empresarios encumbrados en nuestras economías locales. Ellos se
trasladan en varios autos, quizá porque es tan grande el miedo al mundo real
—ese por donde usted y yo transitamos cotidianamente—, que requieren varios
guaruras para cuidarlos, así como choferes atrevidos que generen tal sensación
de urgencia y poder, que muchos conductores nos hacemos a un lado con tal de no
tener a tanto loco cerca.
Pero arriba de esta pirámide
faunística y quienes parecen no conocer el miedo ni leyes básicas de la física
(como aquella que dice que dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar a un mismo
tiempo), están los colectiveros.
A ellos hasta las
autoridades les tienen temorcillo, y no importa que por su culpa ocurran
accidentes diarios, ni que por su imprudencia hayan provocado varias muertes,
siguen siendo los reyes de las calles. A toda velocidad compiten por ganarse a
un usuario que no respetan, se pasan los altos, estorban con cinismo y parece
que no hay quien se anime a detenerlos, por lo que su empoderamiento crece a
diario para consternación de la ciudadanía en general.
Estos son sólo unas cuantas
clasificaciones de conductores, lo más seguro es que ni usted ni yo entremos en
ellas (Decir otra cosa sería una insolencia, ¡nosotros sí somos gente de bien!),
y también es harto seguro que usted tenga elaboradas las suyas.
Lo importante es no ser
partícipes de este ambiente de hostilidad innecesaria, porque si observamos las
distintas situaciones de tránsito en su justa medida, veremos que unos cuantos
actos de amabilidad diaria entre conductores, con ciclistas y peatones, quitan
muy pocos segundos, y en cambio nos permite movernos y circular por nuestras
ciudades en una paz que el alma y los nervios estresados agradecen. Hasta la
próxima.
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