Cotidianidades... 90

24/feb/2015
Cotidianidades…
A mi hijo le regalaron tres simpáticos cochecitos. Los recibió como lo que eran, un gran tesoro, y jugó con ellos buena parte del día, hasta que llegó a mostrarme, con gesto apesadumbrado, que sólo le quedaba uno. Al ver su rostro tierno y sus pucheros rompe-enojos, se me ocurrió preguntarle con ingenua dulzura:
—¿Dónde están los otros dos?
A lo que él respondió con tono de General amargado:
—¡No sé dónde los dejaste! ¡Tú búscalos!
Por un instante no supe si reírme, preguntar las coordenadas del último lugar donde vio los méndigos juguetes o de plano ponerme a buscar sin mayor dilación, porque el chamaquito ya estaba arqueando una ceja y temí que comenzara a quitarse el cinturón para enseñarme mi suerte por ser tan descuidado.
Más allá de que se trata de una escena simpática vivida con un niño de maternal, me hizo pensar en una tendencia común que compartimos muchas personas: evadir nuestras responsabilidades y las consecuencias de nuestros actos a través de un parapeto humano.
Por lo general, en la esfera íntima, a quienes con más frecuencia señalamos como causantes de nuestras debilidades y errores —con dedito acusador y gesto de mártir—, son a nuestros propios padres, y quizá sea un efecto kármico, en virtud de que es justo a través de ellos que recibimos nuestras primeras lecciones e incluso perfeccionamos el arte de la evasión.
No dudo que haya muchos padres dedicados a traumar a sus hijos, pero son más los que tienen complejo de “barrera en plaza de toros”, detrás la cual corren a esconderse los querubines en el momento en que sienten que se les viene un problema encima (En situación más grave están los papás que se prestan para ser usados como preservativos, usted imagine las razones de la alegoría).
Un ejemplo típico es cuando el hijo o hija se acuerda el domingo a las diez de la noche de que al día siguiente va a necesitar un mapamundi, con división geográfica y nombres en inglés, del cual depende la calificación de la materia, el paso al siguiente grado, la paz mundial y que el pequeñín no sufra desórdenes mentales.
Por supuesto que los padres, preocupados, recorren la ciudad buscando una papelería abierta a esas horas. Como no la encuentran, al día siguiente mandan una nota o, peor aún, se presentan ante el profe para decirle que “por más que busqué, no encontré el bendito mapa”. Mientras el niño pone cara de: “ya ve cómo es de inútil mi papá, si por eso yo no voy bien en la escuela”.
Un par de lustros después, y cuando ya andan sacando su credencial para votar —con la cual pueden acceder a los antros—, los jóvenes se convierten en los jueces más severos de sus progenitores, y entre una gran variedad de delitos del que con mayor frecuencia se les acusa, es de haber traumado a sus hijos. Si la pasabas en casa porque eras atosigante; si no estuviste, porque los chamacos crecieron abandonados.
Lo triste es encontrarse a personas que sobrepasan las tres décadas y siguen con el mismo discurso de “mis padres me traumaron”, y pocos o nadie se atreve a decirles que si tan mal andan, se paguen un psicólogo y arreglen sus broncas mentales, pero que ya se hagan responsable de sus actos. Y de sus traumas.
Otro parapeto usado con harta frecuencia es el gobierno.
Nos encanta culparlo de cuanto vemos mal en nuestro entorno. Estamos de acuerdo, le echa ganas para hacer mal las cosas, ni cómo defenderlo en ese sentido. Pero cuando se le entrega una obra o servicio a la sociedad, en el medio suelen haber empresas y personas que sin necesariamente ser parte del gobierno,  son partícipes de la ineficacia, la corrupción y la pésima calidad de los trabajos. Sin embargo, si en lo individual se les pregunta a esos individuos por qué el país no avanza, a lo “Fuente Ovejuna” le responderán: por el mal gobierno, y nadie asumirá su parte en el pastel de lo que no está bien hecho.
Esa tarde tomé la mano de mi hijo para encontrar juntos los cochecitos. Estaban debajo de un sillón, que debí levantar para que el niño —ternurita— pudiera rescatarlos. Iba a darle un prédica sobre la responsabilidad, pero me atacó una lumbalgia tan brutal que no pude hablar ni pararme.

El niño, cruel en su inocencia, tomó la situación con singular alegría, pues pensó que mi intención era quedar de rodillas para jugar a los carritos con él. No quise desilusionarlo, guardé mi sermón y compartimos una tarde divertida. Ya tendremos tiempo para conversar en otras ocasiones sobre el valor que implica  asumir responsabilidades y, mejor aún, espero ser congruente e ir enseñándoselo a través de mis actos. Hasta la próxima

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