Cotidianidades... 198

Ahora que la Casa Blanca debió cerrar su gobierno durante el fin de semana, y en apoyo a los miles de “dreamers” (jóvenes indocumentados que llegaron a Estados Unidos cuando eran niños), decidí yo también cancelar actividades y echarme al sofá desde el sábado temprano para esperar ahí, en calidad de bulto, a que llegara la hora de los dos partidos de futbol americano del domingo y entonces sí, abrir funciones o las botanas, lo primero que encontrara.
—¿Y de cuándo acá andas tan influenciado por el gobierno gringo? —me preguntó la dueña de mis quincenas, según ella, con interés académico.
Debí explicarle que para estar a tono con ciertos filamentos de la cultura nacional contemporánea, había decidido actuar conforme a mis intereses e idearios personales y egoístas, y no de acuerdo a patrones instaurados en el pasado. Para ejemplificar este modelo de pensamiento, le señalé el nombre de varios políticos, que ahora corren a abrazar a quien antes señalaban con odio.
—¿Eso qué significa? —preguntó ella.
—Que este fin semana me dedicaré a echar la flojera —dije firme en mis nuevas convicciones, las cuales estaba seguro que no traicionaría nunca.
Debí taparme los oídos para no dejarme intimidar por la carcajada que le provoqué a mi esposa y que —en lo que sólo puedo equiparar con un acto de traición— fue repetida como un eco por el querubín.
Resulta que sin tomarme en cuenta, ellos ya habían decidido que era el momento de levantar el arbolito y los adornos navideños. Es verdad que llegué a escuchar cómo fraguaban sus malévolos planes, pero ya les había explicado que podíamos aguantar con el espíritu decembrino hasta la Semana Santa.
O hasta el verano.
Es más, si seguíamos escuchando el CD de los villancicos hasta finales de noviembre, nunca tendríamos la necesidad emocional de cambiar nada.
Pero no, mis sabias palabras fueron desoídas y peor aún, mancilladas por una declaración de mi propio hijo:
—Qué flojo eres, papá.
Fingí que no me importaban sus comentarios y me arrellané en el sillón, estirándome como sueldo de obrero en México.
—Bonito ejemplo le estás dando al niño —lanzó el reclamo mi esposa mientras calaba el peso del árbol y mi hijo empuñaba una escoba.
Ante tanta laboriosidad no soporté la presión y decidí ayudarlos. Lo que no imaginé es que entonces comenzara una especie de fiesta. Porque empezaron a salir los recuerdos de lo vivido este fin de año pasado y, quizá lo más importante, nos encontramos con la ilusión de imaginar la siguiente temporada navideña, que a mi modo de ver, también es una forma de apostarle al futuro.
Terminamos cansados —pues no sólo se levanta, también se sacude, se limpia y se lava—, cubiertos por un polvo de brillos, yo sentado en el sofá y con los pies apoyados en una sillita, mi hijo acostado a mi lado y con sus piernas encima de mi estómago.
—¿Cómo nos vemos? —le pregunté a la dueña de mis quincenas, pensé que contestaría “tiernos”, en cambio me dijo:
—¡Fodongos!
No nos importó. La perdonamos en virtud de que ya traía unas botanas, yo preparé una limonada y rematamos esa tarde familiar arrellanados juntos, viendo caricaturas y comentando cómo incluso lo tedioso puede volverse divertido.
Hasta la próxima.
 
 

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