Cotidianidades... 197

Dispuesto a contribuir con la economía mundial, decidí evaluar en qué rubro invertir lo que me quedó de la quincena. En un principio pensé en la Bolsa de Nueva York, pero casi de inmediato recordé las actitudes xenófobas del presidente Trump y pensé, “¡que se frieguen!, los de Wall Street no verán mi dinero”.

Evalué entonces especular con el dólar, pero al ver su precio actual comprendí que, en todo caso, el dólar especularía conmigo.
—Considera los bienes raíces —me sugirió la dueña de mis quincenas, riéndose de mis fantasías.
No sólo las consideré, sino que además busqué precios, y descubrí que las monedas que tenía en la mano no alcanzaban ni para comprar una ventana.
—Las casas están carísimas —se me ocurrió decir en voz alta, y el querubín, que parecía estar atento sólo a las caricaturas, corrió para decirme:
—¡Yo tengo la solución!... Vendamos limonada en el parque.
—¡Qué gran idea! —le respondí entusiasmado, le di una palmadita en la espalda y lo mandé de regreso a la sala.
Pero como decía mi abuelita, “¡Pa´qué abríste la boca!”.
El niño no olvidó su propuesta ni la opinión que yo di sobre ella. Desde ese día y hasta el sábado siguiente se dedicó a darle forma a su plan de negocios.
Esa noche me dormí rezándole a la Virgen del olvido que colorara su manto amnésico sobre el chamaquito. Sin embargo, o ella se olvidó de mi petición o no le eché ganas al fervor, el caso es que el domingo en la mañana, cuando desperté, el niño ya estaba haciendo su letrero.
A falta de papel tomó una arrugada bolsa de estraza sobre la que escribió: “Cuesta mucho la casa. Ce vende limonada. A 15. Ce bende. Vengan”. Y por si la gente no quería leer, además le dibujó unos muñequitos —según él— con sed.
Después tomó unos pocos vasos desechables, unas botellitas de agua de sabor y nos pidió que lo lleváramos al parque de San Cristóbal de Las Casas, ciudad donde nos encontrábamos.
Con honestidad declaro que no me hacía ninguna gracia ir al parque central a colocar un puesto de limonada. Habría preferido caminar por los andadores o encontrarme con algún amigo. Nada más que con mi esposa ya habíamos entendido que no podíamos coartar la iniciativa del niño, quien no sólo había dado una propuesta de solución a un problema, sino que además estaba dispuesto a llevarla a cabo y sin un fin de lucro egoísta.
Creo que el querubín comenzó a dudar de su empresa media cuadra antes de llegar al destino. Lo percibí nervioso, su andar ya no era tan seguro y sugirió que quizá yo podría encargarme de la venta. Era el momento de echar reversa o, como elegimos, de empujarlo hacia el frente para que concluyera lo que empezó.
Nos sentamos en lo que él llama “el parque de las palomas” (la plaza del MUSAC), instaló su anuncio, colocó los vasos y entonces entró en juego el corazón de los coletos, entre ellos, el de mi amigo Yksmanrk Kramski, que compró una limonada para él y además le invitó a sus acompañantes, dejándole a mi hijo el sabor de una tarde espléndida, en la que se convirtió en un empresario.
Sonrientes y agradecidos, fuimos a festejar la aventura con unos dulces tradicionales, ahí el niño me dijo que guardaría ese dinero mientras yo junto lo que falta para comprar una casa.
—Las casas son carísimas —le expliqué—, no creo que compremos una pronto.
—No te preocupes —amenazó él—, ya pensé que también podemos vender limonada en el parque de Tuxtla. ¡Allá hace más calor y la gente tiene más sed!
Así que si nos ven por ahí vendiendo aguas de sabores, anímense a comprarnos una, pues como explica el querubín: “es para una buena causa”.
Hasta la próxima.


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