Cotidianidades... 149
Cotidianidades…
Hace algunas semanas, apenas encendí la
computadora, recibí un correo confirmándome que no sería posible llevar a cabo
cierto proyecto editorial en el que había trabajado varios meses. La razón era
fácil de entender: el alza del dólar (esa devaluación que “nos afecta pero
poquito”) tuvo consecuencias directas en los costos de los procesos de edición
y transporte de material (por cuestiones de ahorro, muchas editoriales imprimen
en el exterior, y según dicen les sale más barato aún con el traslado), y si no
alcanzaban los recursos para terminar el proyecto, no se podía pensar en
iniciarlo.
Podría decir que fue un
gancho al hígado del alma, porque amén de las horas invertidas y las noches de
desvelo, también le pusimos muchísimas ilusiones (y habló en plural porque si
bien yo desarrollé el proyecto, siempre son una apuesta familiar), y esos
activos intangibles ni quién te los devuelva.
Apenas estaba tomando aire y
meditando cómo darle la noticia a la dueña de mis quincenas, cuando recibí una
llamada, en la que con palabras cariñosas y suspiros de consternación, me
avisaban que frenara los avances en otro proyecto, pues los recortes
presupuestales de la federación en el rubro de cultura, nos había afectado más
de lo que se consideró en un inicio y quién sabe si habría lana para llevarlo a
cabo algún día.
Antes del medio día de ese
jueves negro, ya había recibido una llamada más, en esta ocasión avisándome que
quedamos fuera de un concurso, en el que participamos con una organización que
suelo trabajar, esa vez para producir videos dirigidos a niños.
La verdad es que no lo podía
creer, y hasta revisé el calendario para ver si no en abril se festejaba otro
tipo de inocentada.
Cuando por fin acepté que
esa era mi realidad, entonces fui a buscar en la Sección Amarilla un curandero
experto en rameadas contra la mala suerte o una hechicera que lanzara conjuros
para alejar a los espíritus chocarreros y estropea chambas.
Por suerte en el camino me
encontré en el querubín. Por su mirada comprendí que notó algo raro en mí, de
hecho me detuvo tomándome de la mano, me obligó a agacharme para colocar mi
rostro a la altura del suyo y, aunque notó mi gesto apesadumbrado, quiso estar
seguro y preguntó:
—¿Estás triste?
—Un poquito —le contesté.
Entonces él, sabiéndome
vulnerable, se encarreró para meterme un golpe en el estómago, luego intentó
derribarme y gruñendo como enloquecido anunció que ahora sí, Iroman vencería a
Hulk sin ningún problema.
Apenas pude balbucear
“méndigo escuincle”, porque medio minuto después, con las máscaras puestas,
tuvimos una batalla épica, en la que las broncas laborales y la pesadumbre por
lo que no iba a ser fueron ubicadas en el lugar que les correspondía: el
olvido.
Y no implicaba que fuera yo
un desobligado o un irresponsable, sino que comprendí que de poco me iban a
servir esas emociones para encontrar salidas a los problemas, y al contrario,
estorbaban. Más cuando nos estábamos divirtiendo tanto.
Además, de lo que me urgía
echar mano en ese momento era de la creatividad, del ingenio y del coraje para
encontrar nuevos caminos a estos proyectos, no de melancolías que me invitaran
a llorar por mí mismo.
Tan bien luché, que a pesar
de resultar vencido, el poderoso y siempre generoso iroman me invitó una de sus
gelatinas, y luego me pidió que fuéramos a la calle, para ahora tener unas
competencias corriendo pero cuesta arriba en una pendiente que debe tener una
inclinación de sesenta grados.
Claro que a la media hora,
además de empapados de sudor, terminamos sin ganas ni de mover un dedo. Sin
embargo, mis obligaciones como padre no habían terminado, debí cargar con el
querubín para bañarlo y, feliz con su ingenua malicia, también terminé empapado
ante sus estridentes carcajadas.
Esa noche, cuando el niño
dormía y mientras le contaba a la dueña de mis quincenas las peripecias del
día, ya había encontrado nuevas rutas a explorar para seguir adelante. Siendo sinceros,
a la fecha ninguna se ha materializado (en eso estamos trabajando), pero en ese
momento me sirvieron como estímulo para vencer al desánimo y para no rendirme.
¿Fue el querubín quien me
inspiró esas nuevas ideas? Honestamente, no. La realidad no es tan poética.
Pero si fue —y es— él un poderoso acicate para invitarme a ser mejor y para
seguir avanzando hacia el frente.
Y no creo que mi caso sea
extraordinario, pues la gran mayoría de los padres hemos aprendido con los
hijos a conocer el amor más desinteresado y a crecer en distintos ámbitos más
allá de lo que alguna vez supusimos posible.
Ahora, aprovechando que se
acerca el día del padre, invito a los papás a abrazar con cariño a sus hijos e
hijas, porque amén de que ellos no dan ese título familiar, ustedes lo saben,
sin los querubines la vida no sería tan deliciosa.
Hasta la próxima.
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