Cotidianidades... 143
Hace poco una amiga me hizo una entrevista
que luego sería publicada en el periódico en que trabaja, un tanto en broma y
quizá ya por tradición, me preguntó cuáles eran los tres libros que han marcado
mi vida.
No era mi intención realizar
una parodia del presidente Peña Nieto, válgame Dios, nunca pasaría por mi mente
realizar una broma o siquiera lanzar una ironía sobre un personaje que en todo
momento se ha mostrado a la altura de tan insigne investidura.
No obstante, titubeé al dar
la respuesta y tardé varios segundos tratando de ordenar mis ideas e intentando
—infructuosamente— de priorizar esos dichosos tres libros. Para salir del paso
creo que mencioné “El libro de la selva” de Rudyard Kipling, “Crónica de una
muerte anunciada” de García Márquez y “La Casa Verde” de Mario Vargas Losa.
La verdad es que me sentí un
tanto culpable de no mencionar varios más, porque cada uno de los que se han
quedado conmigo —en mi mente o mi corazón, como se le quiera tomar— los veo como
si se tratara de antiguas amistades, y están ahí porque han llegado en un
momento adecuado, porque representan una época de mi vida llena de recuerdos, quizá
porque me han significado una enseñanza en particular que sólo a mí me es útil
o tal vez porque a pesar del tiempo siguen tan vigentes que me provocan
confusiones con el momento actual.
Un ejemplo de estos olvidos
es Balún Canán, de Rosario Castellanos, quien con una prosa increíble nos narra
escenarios maravillosos, a los que como lector adolecente viajé a través de la
imaginación y de sus letras, e incluso llegué a sentir la zozobra que siente la
niña narradora ante la brujería, porque de niño yo también le temí, y también
escuché que un sortilegio antiguo pronunciado mientras se realizan rituales
sibilinos podría provocar la muerte.
En esa novela, además,
Rosario nos cuenta cómo un grupo gobernante —perdón, quise decir “grupo de
hacendados comitecos”—, que interpreta la ley a su gusto y para su
conveniencia, aumenta la riqueza que posee a partir del trabajo de la gente
bajo su mando, de la corrupción desmedida y, por supuesto, negándose a darles a
los demás lo que les corresponde.
Supongo que en esa época a
la que hace referencia la novela los niños andaban desnutridos y no tenían
escuelas bien equipadas, los enfermos eran hacinados sin ningún respeto en
cualquier rincón y apenas recibían la bendición de algún doctor porque no había
medicamentos ni implementos médicos, y la gente trabajaba y trabajaba a cambio
de un salario que nunca iban a pagarle o los extorsionaban para que
malvendieran sus mercancías y luego se morían de hambre porque no tenían qué
comer.
Por suerte los tiempos han
cambiado. Y montones. Y si en este presente tan posmoderno no la pasamos bien,
de seguro es porque no nos queremos subir al camión deportivo del progreso que
nos muestran nuestros actuales líderes en sus páginas de Facebook, donde todo
es bonito y lleno de sonrisas, y no como en un colectivo tuxtleco en un
mediodía caluroso de mayo.
Pero volviendo a la novela, es de llamar la
atención cómo en el camino los hacendados comitecos oyen voces de advertencia
sobre la rabia que se va gestando y acumulando, por supuesto que mientras las
páginas de la historia avanzan los inconformes tratan de negociar un cambio a
sus condiciones de vida de modos pacíficos, y no es menos cierto que en todas
las ocasiones quienes poseen el poder y los recursos hacen oídos sordos a las
protestas, bajo la certeza de que ellos tienen la razón absoluta en todo, en tanto
son güeritos que se creen herederos de la magia de Quetzalcoatl.
Finalmente todo estalla en
una revuelta donde los hijos de esta tierra no hacen justicia por propia mano,
sino que comenten sus propias injusticias para recuperar lo que consideran les
corresponde, en una batalla donde son llamados alzados, inconformes, abusivos y
ladrones, y de la cual salen quizá peor de como comenzaron, aunque con la
promesa —nuevamente— de que su situación puede mejorar.
Se trata pues de una novela
que nos habla de dos mundos muy distintos que conviven en un mismo lugar y al
mismo tiempo, sólo que mientras en uno hay riqueza y ostentación, en el otro se
vive una pobreza apabullante y en un crecimiento que no se termina, y que
invita a quienes la sufren a sublevarse, para mostrarle a los otros, a esos que
se creen arriba, las miserias espirituales y humanas sobre las que han fincado
su supuesta grandeza.
Hasta la próxima.
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