Cotidianidades... 138
Cotidianidades…
Cuando uno tiene hijos pequeños, suele ser común que los chiquitines nos sorprendan con habilidades que evolucionan de un día para otro con una velocidad pasmosa.
Cuando uno tiene hijos pequeños, suele ser común que los chiquitines nos sorprendan con habilidades que evolucionan de un día para otro con una velocidad pasmosa.
Es así como de pronto,
cuando estás más enfrascado en una actividad —digamos, por poner un ejemplo,
arreglando la tubería del lavamanos—, ellos, crueles en su inocencia, llegan a
contarte con asombro que también están muy ocupados, pero más diestros y veloces
que tú, en pocos minutos han redecorado todas las paredes de la casa con un
plumón indeleble, que ya rompieron el tubo del único baño que seguía funcionando
o lo emocionante que es ver a su juguete preferido echando chispas en el horno
de microondas.
Claro, pocos minutos después ahí está uno —su
tarugo, diría mi abuelo—, tratando de quitar las manchas de la pared, comprando
tubos nuevos o arreglando el desastre en turno.
Lo anterior no quita que de
pronto sí encuentre uno situaciones atípicas en algunos niños. Por ejemplo, el
mío festeja con emoción cuando tiene tarea, y si no le dejan, le exige a la
autora de sus días que le ponga una. En las mañanas, aun cuando se levanta
somnoliento pide ir a la escuela, y si por alguna razón debe faltar, llora con
desconsuelo y pide que le den medicinas, pero que lo llevemos.
Esta semana, sin embargo, la
situación cambió un poco. Sabedor de que se aproximan las vacaciones, como que
le cuesta más levantarse e incluso el martes sugirió que en lugar de esperar
tres días más, empecemos a vacacionar de inmediato. Estuve a punto de lanzarle
una perorata sobre la disciplina y el deber. Mi esposa, más serena, resolvió el
asunto enfundándole el uniforme al chamaquito sin darle tiempo ni para tomar
aire, y después de lanzar un suspiro comentó:
—Todos estamos igual.
Y es una aseveración muy justa,
en tanto que la gran mayoría sufrimos al ver lo desesperantemente lentos que
avanzan los días previos a cualquiera de nuestras vacaciones.
Estas vacaciones, además,
tienen la peculiaridad que casi todas las empresas y organismos públicos
cierran sus puertas al menos un día, lo que significa un feliz asueto para el
cual nos preparamos con días de antelación, convencidos de que con estirar un
poco los músculos y observar a gente corriendo por los parques, terminaremos de
quemar los pocos kilos de más que nos quedan de diciembre y, además, en un
milagro propio de la época, enfundarnos con gracia y hasta elegancia en el
mismo traje de baño descolorido que hemos usado por lo menos unos diez años.
Dado que la economía no está
para lanzar manteca al techo, pero en virtud de que tampoco podemos quedarnos
sin salir a bañarnos aunque sea a la fuente de algún parque, para estos días
quebramos la gallina alcancía que ganamos jugando a las canicas en la última
feria, empeñamos al loro con todo y semillas de girasol, y si es necesario
pedimos prestado, bajo la convicción de que una vez desestresados, seremos
capaces de pasar por encima incluso de las decisiones financieras de Luis
Videgaray.
Es cierto que quizá el auto no esté en su
mejor momento, pero damos por sentado que el mecánico lo revisará a conciencia,
junto con los otros chorrocientos clientes que le piden de última hora: “aunque
sea échele un ojito a la máquina”, como si la persona tuviera mirada biónica y
así pudiera arreglar cualquier desperfecto.
Esquilmando los ahorros de
la abuela, con una botellita de agua en la mano por si echa humo el motor y
cargando un montón de cachivaches que nunca habremos de usar, ahí vamos,
huyendo de los embotellamientos y de los tumultos en las ciudades, para ir a amontonarnos
en lugares paradisiacos donde nadie te atiende, porque hay tanta gente a la
cual servir que cualquier esfuerzo se difumina y nadie queda contento, y
algunos hasta pierden la voz de tanto llamar al mesero, al de recepción, al que
vende garnachas en el mercado.
No obstante, de alguna manera sólo explicable
a través del realismo mágico, después de tantas angustias y enojos todos
regresan contentos, quemaditos de sol o con recuerditos que luego no saben dónde
poner, y una sonrisa que dice: “Con gusto lo repetiría”.
Y como yo no soy inmune a
los embrujos de las vacaciones, me despido por ahora y hasta abril, porque
también quiero ir a desestresarme en el tumulto y sentir por unos días que la
vida corre a otro ritmo. Hasta la próxima.
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