Cotidianidades... 142
Levanté el vaso con vino para brindar por una
pareja de amigos que cumplían tres años de casados, cuando la novia —ahora
esposa— se acercó a preguntarme qué opinaba sobre el matrimonio.
Envalentonado por el momento
decidí expresar lo primero que me llegó a la mente, sólo que entonces descubrí
a la dueña de mis quincenas acomodándose el cabello para escuchar mejor, y yo,
sin amilanarme, espeté con voz estentórea para que todos lo oyeran y no sólo
ellas:
—Déjame pensarlo y después te digo.
Y en verdad sigo creyendo
que es lo más honesto que podía expresar en ese instante, porque más allá de
quienes me rodearan, era un error intentar pronunciarme con unas pocas frases
sobre una relación tan compleja y llena de aristas y pasadizos como lo es el
matrimonio.
Además, cada quien habla
según le va en esta feria llamada vida. En mi caso, por ejemplo, viví muchos
años de soltero, y si bien eso me permitió navegar durante varios lustros a mi
antojo y por donde se me diera la gana, no es menos cierto que viví épocas de
soledad sofocante, y lo que durante largo tiempo disfrute —como la soledad
misma—, por momentos llegó a convertirse en un lastre. Fue entonces cuando
acepté que eso de andar de “chucho solo” no era tan divertido (para mí), y
comencé a considerar la posibilidad de tener una pareja e, incluso, hijos.
Claro, tampoco salí
despavorido a buscar el objetivo. Digamos que lo tomé con calmita. Y cuando di
el paso definitivo (es decir —pongan música de violines— cuando pasé de los
brazos de mi madre a los de mi esposa), lo hice convencido de lo que quería,
sabedor de las dificultades que el estar casado implica y dispuesto a dar lo
mejor de mí para que tan necesaria institución social siga en pie.
Sí, tú.
A los dos meses ya no sabía
por dónde salir corriendo ni cómo descifrar ese nuevo mapa de vida que se me
presentaba tan enredado y lleno de complejidades.
Por fin fui testigo y
partícipe de cómo una cuestión minúscula se puede convertir en una discusión sin
fin que te aleja y te duele y te impide entrar a tu propia casa con el corazón
en paz, no importa si detrás de ese enojo hay una lucha de poder, falta de
empatía, exceso de orgullo o, las más de las veces, cansancio físico acumulado
después de días de trabajar, desvelarte, desmañanarte, atender a los hijos,
realizar las tareas de la casa y luchar contra el tráfico, el hastío, tus dudas
existenciales y hasta contra el estreñimiento, el resultado es el mismo:
sientes que vives en una zona de batalla.
Despacio, comienzas a darte
cuenta que de ninguna manera volverás a ser el primero de la fila, las horas
que antes con desparpajo las dedicabas a ti mismo se van desvaneciendo y para
lograr algunas metas personales, debes robarle minutos al día, acumularlos y tratar
de darles uso cuando no eres necesario en casa. Si lo reflexionas, quizá veas
que estás luchando contra tu egoísmo, si no, el enemigo es más peligroso en
tanto ni siquiera lo puedes enunciar. En cualquier caso debes aprender a
vencerlo y a ser feliz de otro modo.
Y entonces, quizá, te
preguntes si no estabas mejor solo.
No lo tengo claro,
únicamente puedo hablar desde mi experiencia y nunca me atrevería a realizar
una generalización, pero tengo la intuición de que la respuesta a esa pregunta
depende —amén del humor que cargues— de lo que haya en el núcleo de tu
relación.
Porque es desde ahí, desde
ese núcleo, que en los momentos críticos puede surgir la palabra adecuada, el
detalle inesperado, el recuerdo tierno o la charla pertinente que invite a la
reconciliación con tu pareja y contigo mismo, y si consigues estar en paz, a la
sazón te es posible evolucionar y revolucionar tu entorno y tu interior, y es
desde la magia del amor honesto que —parafraseando el refrán— se llega más
lejos en tus objetivos y en los objetivos familiares, aunque quizá sientas que
avanzas más lento que cuando vas tú solo.
Platicando el tema con la
dueña de mis quincenas, concluimos que el matrimonio es como una obra de arte
que se va tejiendo, pintando, escribiendo, labrando en el día a día y en
equipo, en la que a veces no te alcanza sino para emparejar y que no se te vaya
de lado o se desequilibre la obra, pero en otras te sobra material, ánimos e
inspiración para darle un toque entrañable o colocarle un ribete churrigueresco
que te invite a sonreír, en cualquier caso, es una decisión cotidiana el que
decidas seguir trabajando en ella o no, y no hay duda de que son muchos los
casos en que es preferible abandonar, porque más que una obra de arte se trata
de una guerra abierta que no tiene sentido estar soportando.
Muchas veces he escuchado a
amistades que, ante la vista de una pareja de ancianos caminando de la mano,
dicen querer llegar a ser como ellos. Yo tal vez sea menos ambicioso, me
conformo con caminar así acompañado sólo por hoy. Eso sí, espero mañana tener
la fuerza y el ánimo para seguir repitiendo la frase y a la vez escucharla de
mi pareja.
Por ahora me despido, le mando
un abrazo a Blanca, a Osiris y a todas las parejas que cumplan años, semanas y
días de casados (con papeles o no), que total, como dije antes, esta es una
apuesta de vida que se refrenda cotidianamente.
Hasta la próxima.
Comentarios
Publicar un comentario