Cotidianidades... 139

Desde hace algunos años y como resultado del “efecto querubín”, la dueña de mis quincenas y yo apenas tenemos acceso a la televisión, y no han sido pocas las ocasiones en que, aun cuando el niño ya duerme, casi por inercia nos quedamos anclados en algún canal infantil.
Durante las vacaciones tuve un par de momentos para disponer de la televisión a mis anchas, sólo para descubrir —después de darle dos vueltas a todos los canales de que dispongo—, que no había un programa que me interesara.
En eso me topé de frente con un capítulo antiguo de “El chavo del ocho” producido justo —eso me enteraría al final— el año en que nací. Ahí aparecían los personajes paradigmáticos que aún pueblan el imaginario colectivo.
Tan concentrado estaba en la pantalla chica, que no escuché entrar a una sobrina, y sólo me percate de su presencia cuando me reclamó entre broma y de veras que era una decepción encontrarme viendo un programa tan chafa.
Siendo honestos en una primera instancia intenté defenderme: —Sólo estaba haciendo zapping y se atoró el control justo en ese canal tan feo—, dije sin mucha convicción. Sin embargo, pronto aclaré que ante las películas, los actos políticos, los programas de tele y la vida misma, cada quien ve lo que quiere y puede ver.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con cara de “ya vas a salir con otro de tus disparates”. Yo, sin amilanarme ante el gesto, le di mis razones:
—Cuando veo una escena —ya no un programa entero— antigua de El Chavo, casi irremediablemente me recuerdo de niño viviendo por el barrio de San Roque, vuelvo a sentir la presencia de mi tía Luvia y hasta escucho sus pasos y su voz preguntándome si quiero cenar. Con él también evoco a mis hermanos, el calor tuxtleco que intentábamos apaciguar con ventiladores de pedestal y la conciencia de que junto con la melodía de La marcha turca de Beethoven, debíamos encaminarnos a la cama, porque al día siguiente teníamos clases. Por si fuera poco —rematé—, a veces también me recuerdo en Argentina, viendo algún capítulo con Mario Lombizano y Diego Lavolpe, amigos que me abrieron sus casas y sus corazones para permitirme vivir allá una época deliciosa.
No seguí hablando porque mi sobrina parecía aburrida e insistió en que a pesar de todo, era un programa que mucho daño le hizo a la educación y a la cultura en México.
La verdad es que tampoco estoy de acuerdo con esas aseveraciones. De hecho, asegurar algo así es darle demasiada importancia y peso histórico a un personaje (me refiero a Roberto Gómez Bolaños) que sólo pretendía entretener, para lo cual contaba con media hora a la semana (pongámosle la hora entera, aún nos quedaban 167 horas para aprender otras cosas).
Es cierto que en el programa había “bullyng”, la violencia siempre estaba presente, fue producido con una perspectiva machista, humor negro y hasta fumaban. Es decir, reproducía —a través de la sátira y la hipérbole— un pedacito de la realidad social del México de los setentas, y con seguridad también de otros países, pues sólo así se explica el éxito de exportación que tuvo.
Que Chespirito pudo usar ese espacio televisivo para realizar crítica social, es cierto, ¿por qué no lo hizo?, quizá porque no se le ocurrió, en aquel entonces nadie cuestionaba algunos temas como se lo hace ahora o hasta ahí le daban sus posibilidades mentales. Pero, por otro lado, si él no tenía la capacidad para producir programas inteligentes, ¿por qué no usábamos nuestra propia inteligencia —superior, se supondría, a la de Chespirito— y capacidad de decisión para apagar la tele o cambiar de canal o exponernos a otro tipo de medio e información? ¿Y por qué si no fuimos capaces de lo anterior, ahora nos permitirnos mofarnos de quien disfruta del humor absurdo, del pastelazo, del manejo escénico y de la maravillosa mímica de Ramón Valdez?
Una respuesta que tengo para la primera pregunta, es que nos gusta gozar de la deliciosa irresponsabilidad de culpar a otros de lo que nos ocurre y de nuestras incapacidades. Es más fácil y menos doloroso asumir, por ejemplo, que la educación de un pueblo —y por tanto la nuestra— se vio mermada por un programa televisivo, que por la falta de compromiso individual, familiar, docente y gubernamental en la misma.
Claro, muy pocos vamos a aceptar que no tenemos una formación educativa suficiente, y a partir de ese estatus superior, podemos hacer escarnio de aquellos pobres ignorantes que disfruten programas chafas, sin darnos cuenta de que al burlarnos, reproducimos precisamente lo que decimos rechazar.
Mi sobrina dijo haberse aburrido de mi perorata y, al igual que hacen muchas personas, prefirió echarse en el sillón para divertirse muy a su gusto con su tableta viendo videos de escenas chuscas que encontró en la web.
Me dio gusto, al menos de esa forma en el futuro no tendremos un sujeto definido a quien echarle la culpa de la programación que en la actualidad elegimos ver. Hasta la próxima.
 



 

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