Cotidianidades... 140

Aunque desde hace algunos años escribo para niños y jóvenes, debo reconocer que mi convivencia con los querubines no es tan constante como quizá el oficio lo demanda, pues es con ellos que se puede uno acercar a la visión y a los problemas que tienen, y por lo mismo no desperdicio la oportunidad de verlos jugar y, mejor todavía, de escucharlos contándose sus vidas.
Fue por eso que cuando la dueña de mis quincenas me avisó que había arreglado salir con una amiga de la escuela que tiene un hijo apenas un poco mayor que el nuestro, me apunté a acompañarlos, asegurando que con un niñero tan servicial y eficiente como yo, ellas podrían charlar muy a su gusto sin que los escuincles las estuvieran interrumpiendo.
Me arreglé con bastante anticipación, bañé y vestí al querubín, y estuvimos puntuales en la casa de la amiga, de donde saldríamos juntos a una cafetería con juegos, sólo para encontrarnos con que nuestro esfuerzo no habría de fructificar, pues al niño le dejaron más tareas que a un universitario en época de exámenes y poco faltaba para que la madre reclutara familiares y vecinos con tal de lograr el objetivo, nada más que con nosotros en la puerta esto ya no fue necesario.
Sobre la mesa había una pila de libros y cuadernos así como una lista de actividades que se antojaban interminables para un solo niño. Yo, con ingenuidad paternal, pregunté qué situación extraordinaria se había dado para que al chamaco le dieran ese trabajal.
—Es lo de todos los días —contestó ella, no sabiendo si poner cara de orgullo o de fatiga—. Es que está en una de las mejores escuelas, y tú sabes que ahí les exigen mucho para que sean los mejores. A veces nos da las once de la noche, pero siempre terminamos todos los ejercicios, ¿verdad, cielito?
El “cielito” contestó con un pujido y sin voltear a vernos, y sólo porque el niño está realmente pequeño no asumo que en su expresión iban enjaulados (como de seguro se siente él) un montón de insultos.
En esas estábamos cuando llegó el tío del niño que, curiosidades de la vida, fue mi vecino en la infancia y ahora es profesor universitario. Por supuesto que la charla derivó a la forma en que estamos educando a nuestros hijos, y él nos compartió que en varias instituciones de educación superior, en su afán de ser líderes en la competencia entre universidades, están planteando nuevos programas de estudios que absorban tanto como sea posible el tiempo del estudiante, lo cual implica un gran reto para los maestros —quienes también deben trabajar muchas más horas para cumplir estos objetivos—, y de hecho asumen que quienes mejores resultados darán, serán aquellos académicos que no tienen familia.
—Es una nueva forma de esclavitud —aseveró él, lacónico—, y para que el sistema no falle, los vamos educando a ser esclavos desde niños —dijo y señaló a su sobrino que borraba una palabra escrita con fea letra—. Así evitamos que jueguen, que imaginen, que se diviertan. Pero son productivos.
Yo no soy educador ni tengo una formación pedagógica, pero a partir de mi experiencia de vida, sí puedo decir que los momentos de esparcimiento y los tiempos libres —hasta la fecha— me ayudan a reflexionar lo que he aprendido dentro y fuera de los salones de clases; que los tiempos para imaginar, jugar y soñar han servido —y me siguen sirviendo— como entrenamiento para plantearme nuevos caminos hacia la resolución de problemas y para la creación; y también soy un convencido de que cuando me alejo de una actividad, aun cuando ésta sea mi pasión, regreso con las pilas recargadas y con nuevas ideas, alimentadas por lo que viví en el viaje, en la convivencia con otras personas, a la hora de salir a trotar un rato o simplemente porque tuve el tiempo para la introspección y el análisis en un entorno diferente y no agobiado por actividades.
No sé qué proyección a futuro vean quienes están detrás de estas estrategias de tener a los niños seis, siete y hasta ocho horas en la escuela, para luego regresarlos a casa cargados de tantas tareas escolares que no puedan siquiera dormir las horas debidas. No dudo que a partir de estos procesos educativos surjan sujetos con una capacidad de trabajo impresionante y un bagaje de conocimientos portentoso, pero sí pongo en tela de juicio la capacidad que tendrán para imaginar, para romper paradigmas, para establecer relaciones sociales e incluso para establecer una familia, en tanto ésta implica un compromiso con beneficio humano y emocional, pero no laboral o económico.
Lo anterior no significa que esté en contra de la disciplina y el compromiso. Al contrario, quienes están a mi alrededor saben que suelo ser inflexible conmigo mismo al momento de exigirme resultados, que si es necesario no duermo con tal de concluir un proyecto, y que para mí la palabra empeñada tiene tanto peso como un contrato a la hora de entregar un trabajo.
Sólo que también me regalo momentos —casi diarios— para mí y para mi familia, y esos momentos son usados para apapacharnos, delinear juntos los caminos a seguir en nuestras rutas de vida y para imaginar nuevos territorios y cielos por los que queremos volar.
Insisto, no sé qué proyección a futuro vean quienes están detrás de estos “innovadores” proyectos pedagógicos, lo que sí sé es que prefiero tener un hijo con espíritu libre y creativo, a una máquina que da buenos resultados gracias a que su infancia la pasó enjaulado en un salón de clases o haciendo tareas interminables. Hasta la próxima.
 
 

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