Cotidianidades... 141
La luz se fue justo cuando más la
necesitábamos. Eran pasadas las diez de la noche, la dueña de mis quincenas y
yo queríamos aprovechar para avanzar en nuestros respectivos trabajos dado que
el querubín ya dormía, y era urgente el accionar del ventilador, porque el
calor hacía insoportable permanecer a gusto en cualquier lugar y al menos yo, transpiraba
hasta por los dedos.
Claro que no acepté rendirme
ante la calamidad y, para hacer más llevadero el momento, decidí entretenerme
espantando a mi esposa con un ruido provocado a la distancia por el carrito de
control remoto del querubín.
Empapado —literalmente—
gracias al calor tuxtleco, apenas logré armar la trampa, porque en el piso de
arriba comenzaron a escucharse ruidos extraños, como si sacudieran la cama del
querubín, y allá vamos escaleras arriba, dispuestos a enfrentarnos contra
cualquier fuerza maligna.
Era el niño que no dejaba de
dar vueltas en la cama y no encontró paz ni tranquilidad, a pesar de que la
autora de sus días le murmuró palabras tiernas al oído y le acarició el
cabello. En verdad lo vi tan agitado, que del corazón me salió una posible
solución:
—¿Y si le echamos agua
bendita? —la dueña de las quincenas me dirigió tal mirada, que pude sentir su
filo a pesar de que estábamos a oscuras.
—Mejor te ponemos hielo a ti
en la cabeza —respondió ella—, a ver si se te quita lo…
No terminó la frase porque
la interrumpí para decirle que al niño no parecía dolerle nada ni se quejaba,
sólo actuaba como poseído:
—Y ante situaciones de cariz
demoniaco —continué—, hay que apelar a medidas extremas.
Estiré mi tierna manita hacia
el niño, y en el preciso momento que toqué su piel, volvió la luz, la cual me
iluminó en un doble sentido: pude ver a la dueña de mis quincenas a punto de
darme un cojinazo y comprendí la molestia del niño: estaba inundado en su
propio sudor y con seguridad deshidratado.
El ventilador comenzó a
trabajar, levanté al querubín para que bebiera un poco de agua y su mamá le
cambió la camiseta. Santo remedio, el niño nunca despertó del todo y,
tranquilo, volvió a sumergirse en las ilusiones y juegos de sus sueños que a
veces lo hacen sonreír dormido.
Ahora, si ese calor se
sentía en la noche, imagine usted cómo estuvo al medio día, cuando la
temperatura alcanzó el grado de intolerable y, por si eso no fuera poco, bajo
la conciencia de que apenas comienza la temporada, pues todavía nos falta mayo
cuando —como dice una amiga— “no hay ni una gota de aire en el ambiente”.
Es evidente que al menos en
Tuxtla Gutiérrez el calor ha aumentado drásticamente en los últimos años. Más
de uno estará pensando que esto tiene que ver con el calentamiento global, lo
cual no dudo, pero también es resultado directo de la irresponsabilidad local.
Es decir, estamos hablando de una ciudad que ha crecido enormidades, lo que ha
implicado una mayor cantidad de automóviles, varios kilómetros de pavimento,
nuevas edificaciones de concreto y, sobre todo, como si fura deporte, la
costumbre perenne de andar tirando árboles, arbolitos y cualquier follaje que pudiera
refrescar el ambiente.
De acuerdo a investigadores
de la Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina, en una zona sin árboles la
temperatura aumenta hasta 9° centígrados, es decir, que si de por sí la
temporada primaveral —calurosa para nosotros— viene pesadita, al quitar la poca
vegetación que queda en la ciudad, nomás la estamos empeorando (en otro momento
hablamos de la consecuencias que esto tiene con las lluvias).
Lo llamativo y
contradictorio es que supuestamente se deforesta la ciudad para mejorar la
calidad de vida de sus habitantes. Un ejemplo de ello son el montón de árboles
que a lo largo del tiempo se han quitado de las principales avenidas para
agilizar la circulación del parque vehicular, como resultado, ahora los automovilistas tampoco pueden avanzar
porque hay muchos más autos, pero además lo hacen a punto de la hidrofobia
porque el sol les pega de lleno, y ni que decir de los peatones, que cruzan la
calle con los ojos hiperdilatados y jalando aire por la boca, preguntándose si
la sombra de algún árbol pírrico que ven allá a lo lejos es un espejismo.
Otro motivo esgrimido con
frecuencia para tirar un árbol, es que rompen las banquetas y la gente ya no
puede caminar por ahí. Claro que cuando se acaba el árbol tampoco se quiere
avanzar por esa calle, porque los reflejos del sol acaloran y deslumbran. Y
quienes ahí moran, después de quedarse sin sombra natural, no aguantan a estar en
su propia casa-horno, pero eso sí, orgullosos de tener la baqueta bien parejita.
No dudo que sea necesario
tirar algunos árboles, sin embargo, por el bien personal, por el interés común
y en el afán de hacerle más agradable la vida a las generaciones que vienen
detrás nuestro, “motu proprio” deberíamos reponer por tres (olvídese de los
diez que pide la ley) cada árbol derribado, porque si bien un pozol frío
refresca, más sabroso cae cuando se bebe bajo una sombra “bien galanota”. Hasta
la próxima.
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