Cotidianidades... 126

Cotidianidades…
Con esto de que las escuelas del nivel básico del país tienen juntas de consejo técnico cada último viernes del mes, los papás recibimos la maravillosa oportunidad de tener un día de entrenamiento o, si quiere verse de otro modo, de vislumbrar cómo puede irnos en las siguientes vacaciones con los niños en casa.
Porque, aun cuando nuestros querubines sean las mayores ternuras del mundo, no dejan de crecer ni de inventar juegos y diabluras nuevas, y con cada año que pasa andan más dispuestos a planear aventuras que, en su momento, pondrán a prueba nuestra paciencia, la capacidad de resistencia de algunos adornos hogareños y la solidez con que se cimentaron nuestras casas.
No importa si usted ya probó que pudo soportarlos sin inmutarse el verano pasado, recuerde, ellos ya han crecido, ven al mundo con otros ojos y de seguro se acercan a las siguientes vacaciones con ideas que, si no vinieran de ellos, calificaríamos de maquiavélicas.
Es por eso que en lugar de molestarnos porque no podremos endilgar a nuestros tiernos chamacos a los maestros, debemos ver en esos viernes un área de oportunidad, en tanto representa la posibilidad de analizar qué nuevas estrategias ha desarrollado el enemi… digo, nuestros queridos y siempre bien amados niños, para que luego no nos sorprendan o nos agarren en curva y, al mismo tiempo, vaya usted preparando las herramientas para el vendaval que significa tenerlos quince días seguidos (y sin respirar) en casa.
Yo, por ejemplo, estaba planeando construir una bodeguita que al mismo tiempo pudiera servir como calabozo con un laberinto adentro. Así el querubín, amén de vencer su temor a la oscuridad al tener que enfrentarla, pondría a prueba su resistencia física y mental, y desarrollaría su capacidad de razonamiento.
 Desistí de la idea porque, al puro estilo del Cid Campeador, la dueña de mis quincenas me echó una mirada mata leones, y dejé mi genial propuesta para la década siguiente, bajo la conciencia de que si llegaba a construirlo, seguramente el primero en probar el calabozo sería yo.
En cambio, me mostró un mensaje en el que unos papás proponían visitáramos el  ZOOMAT, para que nuestros hijos tuvieran un día divertido, que les dejaría algún conocimiento y además permitiría la convivencia de los niños en un contexto distinto.
—Y una vez en el zoológico, ¿nos van a dar una jaula para cada uno o van a ir juntos en un mismo encierro? —pregunté con la inocencia que me caracteriza.
No recuerdo con claridad la respuesta de mi esposa. Sí creo que usó algún adjetivo descalificativo. No lo sé bien, pues me dejó pasmado cuando esgrimió la idea de que sería yo quien iba a realizar ese recorrido de no sé cuántos kilómetros, a pie, en medio de un ambiente selvático y quizá rodeado por bichos salvajes (Y les juro que no me refería a los niños).
Así que para evadir la propuesta que ya veía caer sobre mis hombros, me adelanté diciendo que sería maravilloso acudir, si no fuera por las toneladas de trabajo que tenía delante. Claro, ella apeló a sus modos más tiernos y en medio de un suspiro, casi con tono maternal, susurró:
—Por otro lado, si no lo llevas, entonces yo construiré el calabozo que tenías en mente, y te juro que lo usaré antes de que comiencen las posadas.
Así que ahí me tienen, armando una pequeña maleta para la excursión: puse agua para no deshidratarnos, frutas y tortas para no morir de inanición y repelente por si se acercaba algún mosquito chinkungunyero (de esos que dice el gobierno que ni hay, pero que a todo mundo enferman).
Ya en el zoológico, a punto de comenzar el recorrido y listo para encarar el safari, descubrí a mi hijo sonriendo feliz mientras jugaba con sus amigos que irradiaban alegría. Los niños la pasaron increíblemente bien desde el primer minuto. El motivo era lo de menos para estar contentos, disfrutaron las caídas de agua, emocionados descubrieron a los cocodrilos, festejaron las cabriolas de la nutria y se maravillaron con las sorpresas que encierra un paisaje donde yo, con mi visión de adulto, sólo veía un estanque, aves limícolas y tortugas.
Los papás todos nos convertimos en cuidadores de todos los niños, charlamos sin tantos formalismos, compartimos alimentos y aún con el cansancio que pudo dejarnos la caminata, volvimos a casa satisfechos, dispuestos a intentar otra excursión como esa, ya sea ahí o en un lugar distinto.
Yo sé que por el trabajo y otros compromisos, no siempre es posible acompañar a nuestros hijos a esas actividades fuera de la escuela, sé que en ocasiones son los abuelos quienes cumplen con esa tarea (y a veces da pena molestarlos “hasta para eso”). Pero organizarnos para una actividad conjunta (y quizá en beneficio de nuestro entorno, por ejemplo) es una opción que invita a los niños a incrementar su conocimiento del mundo y a nosotros a ver a nuestros hijos en su propio ambiente, donde es posible que tengan una personalidad distinta a la que muestran en casa.
Además, y si todo lo anterior no fuera suficiente, esas salidas dan la oportunidad para estrechar lazos con quienes más queremos y, sólo eso, hacen que ya valga la pena. Hasta la próxima.

 


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