Cotidianidades... 123
Cotidianidades…
Por razones profesionales debí trasladarme al Distrito Federal, ciudad que enamora, fascina y también, en no pocos casos, espanta. Asimismo, y con la intención de facilitar mis traslados, decidí hospedarme en un lugar relativamente cercano al lugar de trabajo y que elegí a través de internet.
Por razones profesionales debí trasladarme al Distrito Federal, ciudad que enamora, fascina y también, en no pocos casos, espanta. Asimismo, y con la intención de facilitar mis traslados, decidí hospedarme en un lugar relativamente cercano al lugar de trabajo y que elegí a través de internet.
De día esta zona es bastante bonita y agradable para recorrer. Sin
embargo, al anochecer, la iluminación me parece terriblemente pobre y no hay
nada como la oscuridad para despertar pesadillas y traer recuerdos tenebrosos
que para nada tienen relación con los espantos de ultratumba y sí con asuntos
más terrenales.
Por supuesto que decidí darme valor antes de volver a mi hotel la
primera noche de trabajo y para ello recurrí ante un par de compañeros, a quienes
les pedí me confirmaran la certeza de que estábamos en un lugar seguro.
—No te preocupes —dijo uno de ellos, delgado, bajito y con cabello
largo—. Estamos rodeados de colonias “de gente bien”. Las personas acá son muy
tranquilas.
Yo sonreí contento y hasta iba a realizar una inhalación profunda para
cumplir con el típico “y respiré tranquilo”, cuando este amigo completó el
escenario:
—Lo malo es que por eso viene mucho maleante. Como saben que la gente de
por acá traen algo de dinero, pues vienen a asaltarla.
—A mí ya me intentaron robar por acá —comentó otro, alto, muy robusto y
también con cabello largo—. Pero sólo una vez.
—No, a mí si ya me han llegado dos veces —respondió el primero—. Nomás
una me quitaron las cosas. Igual no nos hagas mucho caso, por lo general no hay
problemas.
Imaginen mi gesto. Pensé un insulto y luego les dije que si algún día
pensaban viajar en avioneta, yo conocía a un piloto que “sólo” se había caído
dos veces, pero eso sí, en ninguna se había matado, así que se los recomendaba
ampliamente.
Media hora después, cuando salí caminando y debí subir a un puente
peatonal solitario y oscuro, me iba repitiendo: “no eres un miedoso, no eres un
miedoso, no eresun domieso, nomiedo rusones, no remiedo una res”.
Iba a la mitad de ese trayecto tenebroso, cuando escuché los pasos
veloces y enérgicos de varias personas acercándose a mí. Intenté aguantarme las
ganas de voltear, sólo que al percibirlos más cerca me resultó imposible y
echando mano de mi mirada más aguerrida, giré para encarar al destino.
Eran tres adolescentes, quizá de secundaria, que tal vez iban tras el
colectivo o intentando recuperar el tiempo que perdieron mientras andaban de
pinta. Los pobres frenaron en seco y me quedaron viendo con temor. Yo seguí mi
camino y ellos, apurados pero sin correr, pasaron a mi lado en silencio.
Pronto estaba yo esperando taxi o un colectivo, lo primero que pasara,
cerré los ojos para regañarme por ser tan inseguro y por haber asustado a esos
pobres muchachos que nada iban haciendo. Para mi desgracia, al abrirlos frente
a mí descubrí a una chica con la mitad del cráneo rapado y la otra mitad tenía
el cabello largo, una argolla en la nariz y tatuajes en los brazos. Detrás de
ellas, casi custodiándola, estaban dos jóvenes
con los ojos pintados de negro y viéndome fijo.
—¿Por acá pasan los peseros al metro General Anaya? —me preguntó la
chica de voz tierna, ojos claros y rostro bello.
—No —le respondí con voz aguda, y el aire no me alcanzó para decirles
que era del otro lado, cruzando el puente, por eso les hice una seña con un
movimiento de mano para indicarles el rumbo que deberían tomar.
—Gracias —me respondieron los tres y siguieron su camino, justo en ese
momento llegó el pesero que me acercaba a mi hotel y lo abordé sin haber
digerido ese segundo momento de angustia.
Ocupé un lugar detrás de una pareja. Ella regordeta y de cabello rizado,
traía a una niña recostada en su hombro. Él, un poco más robusto, iba con el
ceño fruncido y cara de pocos amigos.
Yo estaba un tanto descorazonado. No es bonito sentir miedo y la mayor
parte de mis temores de esa noche eran producto de mi fantasía, que lo único
que estaba logrando era echarme a perder un momento que podía ser tranquilo.
«Debo ser valiente», murmuré. El señor sentado delante de mí volteó a verme
hosco, regresó a su posición original, abrazó a su esposa y con voz clara dijo:
— ¡Tengo miedo! —al tiempo que apoyaba la frente en el hombro de ella.
La niña —que venía recostada en el otro hombro de la mujer— se levantó y
volteó a ver a quien supongo era su padre. Tenía la mirada triste y un tubito
salía de su nariz para cruzarle la mejilla derecha y perderse entre su cabello
rizado.
—El doctor dijo que va a estar bien —respondió la señora—, ya no te preocupes.
Mentiría si dijera que bajé del pesero con el corazón en su lugar. Vi la
calle oscura, descubrí a varias personas caminando con paso apurado y caminé
tranquilo, con la certeza de que hay miedos que nunca quiero sentir. Hasta la
próxima.
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