Cotidianidades... 125
Cotidianidades…
Ahora que vestimos de olvido al día de la Revolución Mexicana, en familia decidimos permanecer el domingo en casa. Claro que después de varias horas de encierro, el querubín andaba que se trepaba por las paredes y no logré bajarlo ni con el matamoscas. Así que se me ocurrió llevarlo de paseo a un centro comercial, de esa manera mataba dos pájaros de un tiro: comprábamos la despensa en el supermercado y lograba que se orearan los pulmones del chamaquito y de su ascendencia.
Ahora que vestimos de olvido al día de la Revolución Mexicana, en familia decidimos permanecer el domingo en casa. Claro que después de varias horas de encierro, el querubín andaba que se trepaba por las paredes y no logré bajarlo ni con el matamoscas. Así que se me ocurrió llevarlo de paseo a un centro comercial, de esa manera mataba dos pájaros de un tiro: comprábamos la despensa en el supermercado y lograba que se orearan los pulmones del chamaquito y de su ascendencia.
Si bien se me ha
desarrollado la gastritis gracias a que adora tomar como pista de carrera los
pasillo de cristalería, en cambio sólo una vez estuvo a punto de chocar contra
una pirámide de tequilas y, al mismo tiempo, debo reconocer que no suele un niño ser pedinche.
Claro que un niño no puede
portarse todo el tiempo bien. Diría Miguelito —el de Mafalda— “es
antideportivo”, y esta ocasión estuvo a punto de protagonizar un berrinche de
esos llamados memorables. No fue por un dulce ni por un juguete, sino porque se
quería llevar a casa todos los adornos navideños que podían ver sus pizpiretos
ojos.
Echando mano de mi
proverbial sabiduría, intenté calmarlo con un adorno pequeño al tiempo que le
aseguraba que nos llevaríamos todos, sólo que bajo un esquema de labor hormiga
y por eso mismo, para empezar, elegía ese pequeño Santa Claus.
—¡Esa es una hilacha roja!
—espetó sin tocarse el corazón. Lo cual aproveché para felicitarlo por que
todavía no necesita anteojos y por el modo sorprendente en que ha ampliado
vocabulario.
Ni así cayó en la que era mi
segunda trampa: la distracción del objetivo a través de la lisonja. Al
contrario, agarró más valor y exigió entonces que además nos lleváramos el
árbol de navidad que estaba en el medio del centro comercial.
No le importó que le
comprobara que el dichoso arbolito no entraba en el auto, en el presupuesto ni
en la casa. Por su gesto vi que estaba a punto de lanzar un grito de guerra, el
alarido que emitió, sin embargo, superó mis expectativas, pues abría espantado
al mismo Victoriano Huerta y, como si eso no fuera suficiente, movía la mano
derecha como si estuviera por palmear al caballo e iniciar su propia
revolución.
Claro que no pensaba dejarme
derrocar tan fácilmente y menos por un berrinche épico. Así que porfirianamente
me empecé a quitar el cinturón dispuesto a aplacar la revuelta.
—Bájale a tu desánimo,
cielito —dijo la dueña de mis quincenas con un gesto que no dejaba lugar a
dudas: si el querubín la llegaba a pasar mal, yo la pasaría peor. Pensé que si
Don Porfirio hubiera tenido una esposa como ella nunca habríamos tenido una
revolución armada en el país y, de paso, nos habría quitado el pretexto para armar
el Buen Fin.
Entonces mi esposa liberó al
niño. Lo dejó correr veloz por la plaza y él llegó a tocar la puerta de un
castillo donde le dijeron que descansaba Santa Claus.
No era cierto y me preparé a
encarar su desilusión, en cambio él me explicó que era un despropósito tener
ahí una casa para alguien que, justo en ese momento, estaba tan ocupado fabricando
juguetes.
—¡Qué ternura! —comentó una
señora que escuchó las palabras de mi hijo—. Es una de las maravillas de esta
época. ¡Cómo estimula la imaginación de los niños!
Y le di la razón.
Sin embargo, mientras
manejaba a casa, pensaba que este año no pasamos de los adornos de la
Revolución al jolgorio navideño, sino que éste último fue instalado de golpe y
porrazo. Esta ocasión quedó casi en el olvido un episodio histórico del país
que ha definido nuestra cultura y lo trocamos por un fin de semana lleno de
ofertas falaces.
Cuando yo era niño, pensar
en las batallas que dieron Madero, Zapata, Hermila Galindo, Belisario Domínguez
o María Pistolas, también estimularon mis ideas, mi imaginación y me invitaron
a conocer principios que definen mi ser, y que tienen que ver al menos con la
honorabilidad, el respeto a mí mismo y a los demás, y por tanto considero
importante que mi querubín y muchos más los recuerden en las calles, las
escuelas, en las casas y en los centros comerciales.
No estoy necesariamente en
contra de la comercialización decembrina ni de cómo muchos promueven que el
tamaño de un regalo define las medidas del cariño (cada quien es libre de caer
en la desmesura cuando y como quiera), pero sí creo que tampoco podemos hacer a
un lado la historia, porque en ella no sólo encontraremos claves para
comprender nuestro presente, sino también ideas para ir transformando aquello
que ahora no nos gusta o que francamente detestamos. Hasta la próxima.
Comentarios
Publicar un comentario