Cotidianidades... 113
02/09/2015
Cotidianidades...
Revisando un portal sobre costumbres y formas
de negociación que se desarrollan en otros países, encontré que mientras los
mexicanos solemos distribuir nuestras tarjetas de presentación como si fueran
volantes, los chinos la entregan sosteniéndola por las esquinas superiores con
pulgar e índice de ambas manos, al tiempo que realizan una reverencia. Dicho
portal (de Santander), sugiere que en esos casos uno tome la tarjeta, la lea
con atención y luego la guarde bien.
La explicación que encontré
a un protocolo de aparente sencillez, es que el negociador chino no sólo le
está presentando un trozo de cartulina con tinta, sino que le está entregando
su nombre, el cual espera sea respetado, así que si usted agarra la tarjetita y
se la mete en la bolsa trasera del pantalón, digamos que no será bien visto ni
le hará mucha gracia a su interlocutor.
En México, el respeto al
nombre no debería resultarnos extraño y mucho menos ajeno. A botepronto me
viene a la memoria el cuento “Benzulul”, del maestro Eraclio Zepeda, en el cual
el pobre protagonista, Juan Rodríguez Benzulul, no está contento con el nombre
que le tocó, porque “el nombre da juerzas”, así que ayudado por la nana
Porfiria, cambia el suyo al de Encarnación Salvatierra, un nombre “brilloso
como luciérnaga”, de quien “hace maldá
y es respetado. Mata gente y nadie agarra.” Lo malo pa’l pobre Benzulul, es que
el Encarnación se entera y no le hace gracia que le roben el nombre, por eso
cuelga al ladrón de los brazos y le corta la lengua.
Asimismo,
hasta hace no muchas décadas, las personas realizaban fuertes transacciones
comerciales (por ejemplo compra de propiedades o préstamos económicos) sin que
hubiera papeles, firmas notariales o trámites legaloides de por medio. Con dar
la palabra era suficiente, en tanto era sustentada por el buen nombre acuñado
con una vida honesta, honorable y de respeto hacia los demás.
Esa
misma situación podría jugarte en contra si eras heredero de un nombre manchado
por el crimen o el abuso, y no importaba que la persona en cuestión fuera buena
gente, siempre iría en compañía de un aura de desconfianza y resquemor, y no
faltaría quien vengara en ese ser las bellaquerías de sus progenitores, lo que
terminaba por darle fuerza a aquel refrán que dice “lo que tú haces riendo, tus
hijos lo pagarán llorando”. Y debían pasar un par de generaciones para que los
agravios se olvidaran y el nombre quedara limpio.
Sin embargo, algo pasó en el
camino, al menos en nuestro país, y nos fuimos al otro extremo. Muchas personas
se olvidaron del respeto al nombre y con ello de la honorabilidad. En lugar de
ser cualidades, la honradez y el honor —insisto, para muchos, que no para
todos— se convirtieron en estorbos para satisfacer la ambición, lograr
enriquecerse y de paso alcanzar alguna posición social a partir de lo que se posee.
Curiosamente, también, el camino
más utilizado para acumular propiedades y recursos es y ha sido a través del
gobierno. Resultó que las bondades económicas generadas por el petróleo y otros
bienes nacionales, la impunidad histórica y el acceso a información que daban
ciertos puestos públicos, así como la posibilidad de hacer con los recursos y
la leyes lo que les venga en su real gana, fueran las bases para crear una
nueva elite (que no ha dejado de crecer y renovarse) de familias poderosas y
ricas, muy ricas, que se hicieron de su patrimonio a través del robo y el
desfalco a la nación, y que nos enseñaron que “vivir fuera del presupuesto era
vivir en el error”.
La corrupción dejó de ser
execrable, “es un asunto cultural”, dijo nuestro presidente (Por cierto, en ese
caso, ¿la casa blanca es su mayor aporte cultural al país?), y se le consideró
en cambio, un buen medio para alcanzar a los grandes. Dejó de importar que tu
nombre fuera Gustavo Díaz Ordaz o Luis Echeverría o que descendieras de un
Salinas de Gortari, lo importante era aprender de ellos para luego, algún día,
con empeño y malas mañas, obtener su estatus, y con ese objetivo en mente,
muchos echan a un lado su buen nombre para ir a adular a sinvergüenzas.
¿Qué debe hacer una persona
para que la descendencia no sufra con su nombre? No lo sé de cierto, pero
supongo (diría J. Sabines con su apellido que en Chiapas revuelve estómagos)
que deben vestir a sus hijos de cinismo, que deben martillarlos con argumentos
moralmente áridos pero económicamente razonables, que deben escamotearle la
verdad, invitarlos a ser como ellos o hacerle girar la mirada hacia países
lejanos, donde llamarse Virgilio Andrade o Rosario Robles no sea motivo de
escarnio.
O de plano confían mucho en
la pobre memoria histórica de nuestra gente, de tal forma que puedes avalar
elecciones putrefactas, aprobar cuentas públicas deshonestas y dejar ciudades
destruidas, bajo la certeza de que nadie, nadie, nadie, lo recordará y mucho
menos se los echará en cara. Hasta la próxima.
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