Cotidianidades... 85
19/enero/2015
Cotidianidades…
Se necesita poco para estimular la nostalgia
y llenar de recuerdos una habitación entera. En ocasiones se trata de un olor,
una voz o el andar de un desconocido que nos remite a un ser querido, en otras,
tan sólo el sonido de una sonaja es suficiente para evocar añoranzas y provocar
decisiones.
Es en enero cuando en Chiapa
de Corzo se lleva a cabo una de las ferias más coloridas del mundo, que atrae
las miradas y los corazones de miles de personas.
Si bien los festejos
empiezan el día 8 con las salidas de las chuntaes, es el 15 cuando las calles
de esa colonial ciudad se llenan de parachicos y chiapanecas, dispuestos y
dispuestas a cantar con entusiasmo y bailar felices por algo tan simple como lo
es estar vivos. Claro, una sola fecha no alcanza para desparramar tanta alegría,
por eso la fiesta sigue el 17, 18, 20, 22 y termina el 23, cuando después de
una misa los danzantes bailan en la Iglesia de Santo Domingo con tanta energía
y pasión, que muchos espectadores terminan llorando emocionados por las vibraciones
que ahí se perciben.
Mi primer acercamiento a la
fiesta de los parachicos fue a través de mi tía Toyi. Cuentan que no tenía ni
cinco años pero que llegué bastante entusiasmado a la feria, nomás que al tener
de frente a uno de esos seres de montera de ixtle, máscara de madera, jorongo,
chalinas y sonaja de metal, lancé un alarido de terror que bien pudo usar Guillermo
del Toro en alguna película de terror.
A fuerza de llanto saqué a
mi familia de la fiesta grande de Chiapa y mi valentía no se manifestó ni
porque la invocaron con médiums. Fue gracias a varias rameadas con albahaca y
rosas que lograron curarme de espanto, alejar las pesadillas y calmar los
remordimientos de quienes osaron llevarme.
Nadie me invitó de nuevo a
tan colorido evento y si bien aparentaron perdonarme que les haya echado a
perder el día, durante lustros fui botana familiar y ejemplo de cómo no debe
actuar un niño bien portado.
Lo curioso es que en
ocasiones aquello que causa miedo también fascina y atrae. Me recuerdo ya no
tan pequeño observando a los parachicos con asombro y temor, luego, al pasar de
los años, me acerqué a ellos con franco entusiasmo e incluso curiosidad antropológica,
para después terminar enfundándome el traje y bailando en los días de feria durante
ocho años consecutivos, en una fiesta que —sin ser chiapacorceño— ha llegado a
formar parte de mi ser.
Con ganas de evadir
responsabilidades, culpé a la vida y sus circunstancias del alejamiento físico que
posteriormente tuve de la fiesta, y a pesar de que sentía el cosquilleo por
volver a recorrer calles enteras bailando al ritmo del tambor y la flauta,
logré reunir una buena cantidad de pretextos para dejar de ser parachico.
Insisto, la fiesta entera y
su mística ha llegado a conformar parte de mi ser, lo cual me ha motivado, por
ejemplo, a escribir varias historias de ficción relativas a la feria de Chiapa
de Corzo, entre ellas “El salto de los duendes”, que recientemente publicó
Porrúa en su colección infantil.
El domingo pasado vi en el
noticiero una nota sobre los parachicos. Como sin querer, las imágenes sacudieron
recuerdos que aparentaban dormir. Aunque estaba convencido de no estar
interesado en volver a bailar, saqué mi traje para comprobar que seguía en buenas
condiciones. Mi hijo me pidió que usara la máscara y el jorongo y, con tal de
no verme tan incompleto, me coloqué la montera. En ese momento, además, el niño
comenzó a sonar el chinchín, invitándome a bailar.
Moví los pies por darle
gusto, canté para hacerlo sonreír y mientras me desplazaba por la sala recordé la
alegría de los carita de palo, la música que conmueve el alma, la energía que
recorre el cuerpo mientras se danza, el éxtasis al que puede llevar un baile y
esa sensación parecida a un trance que a los parachicos nos hace sentir
profundamente felices por sabernos vivos.
Con mi esposa y mi hijo abandonamos
los pretextos en casa y sorprendidos de nosotros mismos nos lanzamos a Chiapa
de Corzo. Parecía que nos estaban esperando, pues a dos cuadras de donde
estacionamos el coche encontramos al tumulto de parachicos y chiapanecas y
pronto fuimos uno más entre ellos.
Fue una tarde cansada y
feliz, que nos dejó molidos, contentos y a mí, soñando con la parachicada. Creo
que no fui el único, pues a la mañana siguiente, apenas despertó, mi hijo afirmó
en su media lengua:
—Papá, ¡somos parachicos!
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