Cotidianidades... 210
El guateque familiar
se armó sin estar planeado. Mientras algunos propusimos ir por la cena, otros
se apuntaron para ir por las bebidas, y adultos y niños salimos a cumplir con
nuestras respectivas encomiendas.
El
querubín se subió al auto de su padrino porque ahí había más niños, y al llegar
a su destino, mientras se estacionaban, descubrió con asombro que se desplegaba
una pantallita con cámara de visión trasera:
—¡Órale,
tiene computadora! —dijo el niño.
—Es
para que te estaciones más fácil —le explicó su primo y le preguntó: — ¿El
coche de tus papás no tiene?
Mi
hijo, cruel en su inocencia, respondió:
—No,
no la necesitan. Ellos sí saben manejar.
Claro
que ahí se desató un debate infantil, en el que se esgrimieron argumentos para
dejar en claro qué padres eran los mejores al volante.
Todos
nos reímos con la anécdota, aunque internamente me pregunté cómo y cuándo debía
comenzar a enseñarle a mi hijo a ser “políticamente correcto”, sobre todo en
esta época en que hay palabras que parecen vedadas y en la que algunos se
ofenden, incluso, cuando dices que te gustan los tacos al pastor.
Pronto
salieron a colación otras anécdotas infantiles, entre ellas, una en la que fui
partícipe a mis cuatro o cinco años, aunque no la recuerdo a pesar del lío que supuestamente
armé.
Unos
tíos recién casados llegaron a vivir a Tuxtla Gutiérrez, entre el ajetreo de la
mudanza mí joven tía se resbaló y terminó estampando el rostro contra un mueble
mal acomodado, lo que le dejó un soberano moretón que mientras duró, ella
intentó cubrir con maquillaje.
No
vi el accidente, y cuando pregunté qué había pasado, mi tío me respondió con un
chascarrillo que hoy, por machista, sería inaceptable:
—Se
portó mal y le pegué.
Nada
dije. En ese momento. Porque pocos días después llegaron familiares de mi tía a
festejar que se estaba formando un nuevo hogar, y justo cuando mi tío se fue al
baño, aproveché para murmurar:
—Mi
tío le pega a mi tía.
Bien
dicen que cuando tus palabras tienen peso, pueden llegar muy lejos así las
pronuncies en voz baja.
Se
armó la bronca, debieron explicar —y actuar— cómo fue la caída, contaron de
dónde había sacado yo tal idea y, por supuesto, me regañaron por metiche,
argüendero y alborotador.
Suelo
presumir que tengo buena memoria a largo plazo, por eso me sorprende que no
recuerde con claridad esa anécdota, aunque sí guardo algunas imágenes del
momento. Supongo que dicha evasión tiene que ver con lo mal que seguramente la
pasé y con cierto estigma que debió marcarme en la familia, porque sí recuerdo que
después se cuidaban de no hablar de “ciertas cosas” delante de mí.
Sin
embargo, ahora a la distancia, pienso que fueron injustos conmigo. Yo, siendo
un niño pequeño, tuve el valor y la inteligencia para denunciar un hecho incorrecto
en el momento preciso en el que aquel que cometió la falta no representaba un
peligro. Lo que estuvo mal fue que le contaran a un niño una broma vestida de
verdad, porque no tenía la edad para comprender la ironía o el sarcasmo.
No
se trata de defenderme de una situación ocurrida hace cuarenta años, sino de
mostrar cómo con nuestros actos y palabras, los adultos comenzamos a coartar la
libertad de expresión de nuestros hijos sólo porque desde nuestra perspectiva
sus palabras pueden sonar poco amables o políticamente incorrectas.
¿Eso
significa darles carta abierta y no señalarles que hay momentos y espacios
donde debe gobernar la prudencia y el silencio? No necesariamente, en todo caso
debemos voltear a vernos a nosotros mismos, preguntarnos qué situaciones
soportamos —en el trabajo, en nuestras ciudades, en los planos más íntimos— debido
a que no tenemos el valor de hablar, y entonces preguntarnos si querríamos algo
así para nuestros vástagos, o si debemos encaminarlos para expresar lo que
sienten y entonces, recurriendo a los refranes, evitarnos y evitarles muchas
descoloridas.
Hasta
la próxima.
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