Cotidianidades... 203
Hace seis años nació
el querubín. Recuerdo los nervios que viví la noche anterior a ese parto
programado, así como la sonrisa que porté desde la madrugada cuando
despertamos, y que era mi modo de transmitirle serenidad a la dueña de mis quincenas.
Recuerdo
también el momento en que me mi hijo salió al mundo. Él traía dos vueltas de
cordón alrededor del cuello, lo cual no fue impedimento para que gritara con
desparpajo que ya estaba listo para la vida.
Sin
embargo, la tensión no terminaba. Vi cuando se lo entregaron al pediatra y allá
voy, corriendo detrás de él para no perderme detalle de los primeros minutos de
vida del chamaquito y, de paso, para contar si traía los deditos completos, la
nariz en su lugar y que no me lo fueran a cambiar por algún otro que tuvieran
escondido debajo de cualquier mesa.
Entonces
me lo pusieron en los brazos y con cara de perrito perdido en el periférico
salí del quirófano. A lo lejos me saludaron mis padres y Alejandro, un sobrino
que ya estaba listo para donar sangre si llegaba a necesitarse. A punto estuve
de caminar hacia ellos, me arrepentí al medio paso, luego avancé un metro hacia
la recepción, ahí cambié de nuevo el rumbo y por fin encontré la ruta hacia el
cuarto que nos habían asignado.
Lo
que sigue es más o menos conocido por la mayoría de ustedes: noches de desvelo,
el temor a la muerte de cuna, llenarse de toallitas para las decenas de veces
que regurgitan, los nervios de darles el primer baño, cargar hasta con el
perico cuando vas a salir de casa y, por supuesto, la cambiadera de pañales, de
hábitos y de vida.
Pero
todo eso se va, de a poquito termina por convertirse en un recuerdo, que no
pocas ocasiones corre el riesgo de desaparecer del todo, si no es por algunas
fotos de esa época o porque al encontrarte con padres con gestos agobiados cargando
a sus bebés, te ves reflejado en sus acciones, nomás que varios años atrás.
Claro
que no todo es sufrimiento, al contrario, los días empiezan a llegar llenitos
de sonrisas, triunfos íntimos y momentos en que tu felicidad depende de cosas
tan humildes como el color de la caca del bebé (o de que al menos haga, para no
sufrir con su estreñimiento).
Además,
no termino de entender cómo, los hijos se convierten en un mechero que
encienden tus deseos de llegar más lejos, por ti y por ellos.
Ayer
mi hijo me contó que ese era el último día en que tendría cinco años. Aunque yo
ya lo sabía, no había sido capaz de comprender ese hecho con toda la fuerza que
él me hizo sentir.
El
querubín ya no es un bebé, hace rato que dejó de serlo y reclama ser llamado un
“niño grande”.
Es
más, en pocos meses se irá a la primaria, y aunque noto que cada día me es más
difícil cargarlo, a cambio se está convirtiendo en un gran compañero de viaje,
con quien puedo jugar como si yo fuera niño y quien desde su sabia candidez me
recuerda lo divertida que es la vida.
Así
que hoy, en honor al cumpleañero, comeremos pastel y nos emborracharemos con
horchata y jamaica, no para celebrar un día especial, sino para continuar con
esta fiesta que comenzó hace seis años.
Hasta
la próxima.
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