Cotidianidades... 202
Hace cincuenta años,
en febrero, México ya se preparaba para ser anfitrión de los Juegos Olímpicos,
los movimientos estudiantiles del ‘68 todavía no comenzaban —ni aquí ni en
Francia—, mis papás aún no se conocían —como quien dice, yo no era ni siquiera
un proyecto—, y en Apan, Hidalgo, una pareja de jovencitos se disponía a
casarse.
Por
supuesto que no fueron los únicos que se amarraron en ese año, incluso,
debieron ser decenas las parejas que optaron por casarse ese mismo día, y más allá
de las varias diferencias que pudieran existir entre ellas, además de la fecha
de la boda, tenían en común el ignorar todo lo que su unión habría de
ocasionar.
En
el caso de la pareja que les cuento, tuvieron un hijo y tres hijas, una de
ellas, la mayor, decidió estudiar la universidad en Puebla, y allá nos
conocimos. Nunca fuimos compañeros de clases, en cambio fuimos “compañeditos”
—así, con “d”, porque le robamos la palabra a un niño de kínder— de aventuras,
alegrías, hambres, desvelos y hasta de familias, porque yo siempre fui maravillosamente
bien recibido en su casa y cuando ella nos visitaba en Chiapas, había una
pequeña fiesta.
Y
fue mi compañedita quien a principios
de año me escribió para contarme que sus papás pensaban celebrabar el primer
medio siglo de casados. Ella había decidido atravesar un océano para ir a la
fiesta, y me retaba a trasladarme al centro del país para hacer lo mismo.
No
dudé en juntar los montoncitos de ahorros para pagar el viaje, convencido de
que ya me hacía falta una buena charla con ella y con su esposo, amén de que
era la oportunidad para que se conocieran nuestros hijos. Además, con sosegada
emoción, consideré que era la oportunidad de encontrarme con sus familiares —que
también lo son un poco míos— y con amigos que tenía rato de no ver.
Debí
predecirlo, pero no pude, que el reencuentro con tantas personas queridas
tendría una fuerza sísmica, en la que nos abrazaríamos con el ímpetu de un
cariño guardado que siguió creciendo con el tiempo, así como con la nostalgia
de recordarnos cómo éramos hace veinte años.
Tal
cual suele pasar con las amistades sinceras, pronto comenzamos a convivir como
si nos hubiéramos dejado de ver hace unos días. La pareja de novios —con una
vitalidad de apariencia intacta— nos convocó a la pista, y pronto estuvimos
bailando todos, festejando la vida.
Fue
inevitable que se recordaran a las ausencias definitivas, pero también fue
avasallante cómo nuestros querubines nos demostraron que hace rato están listos
para ocupar su lugar en el mundo. Corrieron hasta cansarse, se convirtieron en
el alma de la fiesta y nos obligaron a los papás a seguirles el paso con
canciones que nosotros cantábamos en la secundaria.
En
algún momento me descubrí con dos de mis amigos bailando muy cerca entre nosotros,
teniendo como compañeros de baile no a nuestras esposas, sino a nuestros hijos,
mientras a lo lejos los novios sonreían satisfechos.
Quizá
—me permito elucubrar— estaban haciendo un recuento de las tormentas, triunfos
y tiempos de calma que caben en diez lustros. O tal vez simplemente estaban disfrutando
de que ahí, en ese pequeño salón, veían reunidos a muchos de los cariños que han
cosechado desde aquella lejana tarde en que comenzaron a escribir su historia
juntos.
Hasta
la próxima.
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