Cotidianidades... 133
Cotidianidades…
Tenía tres años de edad cuando nos pasamos a vivir a
la que sería mi casa por más de tres décadas. Ahí los niños contábamos con
pequeñas zonas boscosas en las cuáles solíamos perdernos para vivir aventuras
que nos habrían envidiado vaqueros, arqueólogos y exploradores.
Pegado a una zona de árboles de mango, vivía un anciano amable aunque de poca memoria, que a veces pretendía preocuparse por nosotros y nos observaba jugar, atento a cualquier incidente.
Pegado a una zona de árboles de mango, vivía un anciano amable aunque de poca memoria, que a veces pretendía preocuparse por nosotros y nos observaba jugar, atento a cualquier incidente.
Una tarde nos salió con la
ocurrencia de que entre tanta hoja tirada podría haber bichos venenosos que,
amén de terminar con nuestros juegos, le dieran fin a nuestra existencia, y en
el afán de evitar tales riesgos —nos explicó con gesto solemne—, debíamos
levantar esa basura.
No habíamos terminado de
digerir su perorata, cuando ya nos había armado con sendas escobas y nos
repartió por zonas para juntar los montones de hojas a los que luego él les
prendería fuego (en aquella época intuíamos que no era correcto, pero no
teníamos tanta información respecto al daño ecológico que esa práctica
producía).
Uno de nosotros, el de mayor
de edad si no mal recuerdo, protestó de que nos estuviera usando para limpiar
su patio. El señor, ofendido, dijo que de ninguna manera, y se ofreció a
pagarnos cinco pesos por cada montón que armáramos, gracias a lo cual pronto su
deuda con nosotros ascendió a cien pesos.
Mi padre llegó por mi
hermano y por mí, se rió de la manera en que nos tomaron el pelo y nos sugirió
que olvidáramos los veinte pesos que creíamos habernos ganado.
No obstante, al día
siguiente fuimos a cobrar. El señor no sólo se había olvidado de ella, sino que
además parecía no reconocernos y enfadado nos pidió que nos alejáramos.
Juré que no volvería a
pasarme algo igual y que cada vez que hiciera un acuerdo, sería regido por el
adagio de “dando dando, pajarito volando”.
Sin embargo, con el tiempo
comprendí que muchos acuerdos se hacen de buena fe, y en no pocas ocasiones son
los otros quienes han debido confiar en mí, entregándome algún dinero a cambio
de un servicio o bien que debí presentar posteriormente.
Es cierto, se puede firmar
acuerdos y contratos, pero en un país donde reina la impunidad y rara vez se
persigue y menos se castiga el delito, sigue siendo la buena fe y la
honorabilidad las que permiten que los compromisos se cumplan. No dudo que
muchos vivan con una desconfianza de grado superlativo, pero al mismo tiempo hay
quienes tanto creen en los demás, que realizan compras por internet, es decir,
sin siquiera ver el rostro del vendedor.
Comprar y vender a la
palabra es una práctica tan común, que incluso varias dependencias en Chiapas
comenzaron a utilizarla: realizaban un compromiso verbal con los proveedores,
quienes debían realizar el servicio, la obra o entregar mercancía, a cambio de la
promesa —olvídese del pago y los reglamentos de adquisiciones— un contrato que
se firmaría posteriormente. Es decir, el Estado comenzó a negociar violando sus
propias reglas y los proveedores —independientemente de las razones— aceptaron
entrar a ese juego.
Lo interesante es que el
acuerdo funcionó bastante bien una temporada. Tanto, que incluso los
vergonzosos e ilegales diezmos y mordidas quedaban asegurados por ese convenio
a la palabra, que luego se traduciría —en algunas ocasiones, no en todas— en
facturas con precios inflados. Y ni quien se quejara, sobre todo porque las
instituciones en revisar tales acuerdos, estaba ocupados en... ¿hacerse de la
vista gorda?
De cualquier forma se
rompieron los acuerdos verbales cuando de pronto a distintos funcionarios del
Estado les ocurrió lo que al viejito de mi colonia, que decidieron desconocer a
sus proveedores, principalmente bajo el argumento de que no hay contratos
firmados, aunque en realidad acuciados por la conciencia de que no cuentan con
recursos para pagar las deudas —disculpe usted las molestias, han de pensar, pero
debe comprender que se gastó mucho dinero en la compra de votos de las
elecciones pasadas y así no hay presupuesto que alcance.
El Estado a través de sus
prácticas cotidianas ha promovido que se juegue fuera de la legalidad y ahora,
al parecer, no tiene idea —y tal vez ni siquiera le interesa— de cómo regresar
al carril correcto, ese que invita a respetar las reglas y a realizar
procedimientos como, por ejemplo, las licitaciones. Vamos a ver cómo resuelve
este asunto. Sólo espero que no sea corriendo a cubetazos a los acreedores,
porque una cosa es que no te paguen y otra que además te peguen. Ya lo veremos.
Hasta la próxima.
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