Cotidianidades... 132
Cotidianidades…
Los desayunos familiares fuera de casa y los niños pequeños no suelen ser una buena combinación. Aun cuando se busque un destino donde nuestros querubines puedan dar rienda suelta a su alegría y liberen la energía acumulada sin antes romper una jarra o taclear a alguno de los meseros, siempre corres el riesgo de un potencial desastre o al menos de una caída, que termina con tu criatura llorando mientras señala al hijo de otra mesa.
Los desayunos familiares fuera de casa y los niños pequeños no suelen ser una buena combinación. Aun cuando se busque un destino donde nuestros querubines puedan dar rienda suelta a su alegría y liberen la energía acumulada sin antes romper una jarra o taclear a alguno de los meseros, siempre corres el riesgo de un potencial desastre o al menos de una caída, que termina con tu criatura llorando mientras señala al hijo de otra mesa.
Para evitar ese tipo de
situaciones, cuando llegamos a un restaurant con juegos a mi hijito le echo
unas veinte bendiciones, le cuelgo un amuleto de ámbar para las envidias y el
mal de ojo, le amarro un cinturón mapuche que lo protege contra la maldad, le
pongo un casco de motociclista y peto de taekwondoín. Si ni así quedamos
tranquilos con la seguridad del querubín, mi esposa, con voz firme y sin
titubear, ordena que el guardaespaldas y cuidador personal del niño siga sus
pasos. Por supuesto que en esos casos yo —sin chistar porque me va peor—, corro
a cumplir la orden.
Hace poco visitamos uno de
estos restaurantes con zona de juegos, donde si bien los niños se portaban amablemente,
eran mucho mayores que nuestro hijo, y fue el mismo niño quien pidió se le
acompañara un rato mientras ganaba confianza y se hacía de alguna compañera o
compañero de aventuras, lo cual ocurrió bastante rápido. Sin embargo yo no pude
volver a mi mesa, atrapado por la escena que me tocó presenciar.
Eran tres niñas y un niño
que no pasarían de los diez años, quienes se pusieron a jugar a estar casados.
En realidad el matrimonio duró pocos minutos y quien sabe por qué desavenencia
—no la logré descubrir ni porque estaba atento—, de pronto la niña gritó: “¡Quiero
el divorcio!”.
El niño, que hasta ese
momento aún jugaba el papel de marido, respondió molesto: “Entonces, devuélveme
mi celular”.
—¡No!, no le des nada
—gritaron las otras dos niñas que rodearon a su amiga, al tiempo que la aún
esposa escondía el teléfono detrás de su espalda y a la vez, con voz potente,
argumentaba que ahora era suyo, se lo iba a quedar y que a él lo dejaría pobre.
—Ven, hazte la dormida para
que no te moleste —le dijo una de las niñas a la que se estaba divorciando, y
la otra asesoró al niño para que fuera a golpear a la durmiente, bajo la
certeza de que así aceptaría devolverle lo que era suyo.
Ahí intervino una señora con
un feroz: ¡Nada de golpes y búsquense otro jueguito!
La niña que jugó el papel de
esposa le devolvió el celular a una de sus compañeras y optó por volver al
interior del restaurant, mientras los otros se subieron a una especie de
castillo y se quedaron charlando ahí adentro. Todavía sorprendido, llegué a
suponer que se trataba de niños de una misma familia, que ante la ausencia de
los padres y tíos actuaron algunas escenas vividas en casa o que quizá,
incluso, juntos veían la misma telenovela y por eso se sabían el guion.
Sin embargo, al poco rato vi
cómo cada uno de estos niños se acomodaba en mesas distintas y distantes, y que
si alguna relación tenían era quizá el de haber atestiguado escenas similares
en sus propias familias.
Apenas al salir de ahí
debimos ir a nuestra obligada visita al supermercado. En la fila para pagar, la
señora delante nuestro le dijo a su hijo —un niño de unos siente años— que
estaba creciendo tanto, que en pocos años él la cargaría a ella para ir a hacer
las compras.
El niño, risueño, respondió
que ni de chiste iría con ella a hacer las compras, pues le tocaría a él ir con
su esposa, entrarían dándose de besitos (en ese momento hizo una parodia bastante
chusca de una pareja besándose), y además tendrían tres hijos, porque si sus
papás la pasaban bien con dos, seguro él se la pasaría mejor con uno más.
—¿Y a mí dónde me vas a
dejar? —le preguntó la madre, compungida.
—En la casa, chupando
galletitas con café, porque de tan viejita, ya ni vas a tener dientes —le dijo
el escuincle y le dio unas palmaditas en la espalda a su madre—. Pero no te
preocupes, porque yo te voy a cuidar.
La escena era entre tierna y
simpática, y la señora ante la falta de argumentos, buscó apoyo en nosotros
para hacer bromas sobre lo que decía su hijo. Claro que nos reímos, yo me puse
del lado del querubín y lo alenté a que tuviera no tres, sino diez hijos, lo
cual incluso a él le pareció demasiado (hubieran visto el gesto de la madre), y
luego nos despedimos con gusto aunque aún sin conocernos.
Le deseé suerte al niño, y
en mi interior rogué porque durante muchos años siga pensando igual y que nunca
tenga razones para jugar como los niños del restaurant, porque si bien es cierto
que los adultos a veces debemos aceptar que no podemos convivir como pareja,
esa separación no debería marcar de modo tan negativo la perspectiva que puedan
tener nuestros hijos sobre el amor, la convivencia y la vida misma. Hasta la
próxima.
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