Cotidianidades... 97
20/abril/2015
Cotidianidades…
En días pasados tuvimos la suerte de recibir
en casa a una amiga de mis épocas universitarias. Ella, acostumbrada a no
llegar con las manos vacías, nos trajo distintos manjares que compró en el
mercado de Cholula, ciudad mágica donde viví más de cinco años.
Es increíble cuántos
recuerdos pueden caber en una cemita de milanesa o en un taco árabe.
A la algarabía que generó el
reencuentro siguió una conversación llena de nostalgia, en medio de la cual de
pronto creí ver entrar a Paco y Pepe Cordero—mis antiguos compañeros de casa—,
a mis amigos Pepe Brito, Tonatiuh, Paty y Gigi, e incluso recordé a una pareja de
ancianos que vendían comida corrida en un departamento de los edificios “Joyas
Arqueológicas”, quienes solían recibirnos a partir de las dos de la tarde con música
de los 70’s, la cual brotaba de un tocadiscos tan antiguo como la misma música.
La charla irremediablemente giró
al pasado, y mis compañeros de aventuras de aquellos años llegaron a estar tan
presentes, que no dudé pudieran materializarse, e incluso caí en la tentación
de brindar con ellos.
Mi esposa tomó mi mano para
preguntarme si me gustaría regresar a esos años, y en mi silencio creyó encontrar
una respuesta afirmativa, sin considerar que en realidad apenas estaba yo
echándole un ojo al pasado.
Acababa de cumplir los
dieciocho cuando dejé Tuxtla en un autobús ADO. Me fui llorando, porque acá se
quedaba familia, amigos y mi primer amor platónico, y porque tenía la
conciencia de que hay viajes de los cuales no se regresa (muchos que partieron
por esas mismas fechas nunca volvieron a vivir en esta ciudad y con los años
hasta se fueron más lejos), pero seguro de que era una gran oportunidad,
adecuada para mi formación profesional y como persona.
Claro que valió la pena el
llanto y la distancia.
Me divertí de lo lindo, hice
amistades entrañables que se mostraron solidarias en momentos complejos y tuve
la fortuna de conocer a seres humanos extraordinarios, que se movían por la
Tierra con una sencillez que no se rendía a las alabanzas ni ante los múltiples
intentos por colocarles aureolas de sabiduría.
Recuerdo varios momentos
chuscos, como la vez que se metió un ratón al cuarto de un amigo y éste intentó
matarlo a gritos, mientras reventaba una escoba contra las piernas de otro de
compañero, que tuvo la mala suerte de que el roedor le pasara entre los pies; pero
también fue en ese entonces que debí enfrentar la muerte de amigos tan
cercanos, que con alguno de ellos llegué a compartir cervezas y comidas de estudiantes.
Fueron años en los que
cometí errores graves que durante algún tiempo dolieron sólo de recordarlos,
pero también fue cuando me carcajeé con más ganas, cuando le apostaba al futuro
sin miedo y con una fe inquebrantable, y cuando desde la ingenuidad creía que
todas las decisiones e incluso el amor eran irrevocables y para siempre.
Muchas veces he creído que
la mayor parte de cosas que recordamos del pasado son invenciones que nunca
terminan de transformarse. En primer lugar, porque los olvidos y la nostalgia
suelen jugarle trampas a la memoria; y en segundo lugar, porque nosotros y nuestro
entorno no deja de cambiar, y cada vez nos va siendo más difícil comprender y
justificar las razones románticas —y a veces peligrosas— de aquellos
veinteañeros del siglo pasado que alguna vez fuimos, y a quienes ahora en
algunos casos les doblamos la edad.
Por otro lado, cada tramo de
la vida tiene sus dosis de alegría y de dolor. Pasarlos, por lo general, te
hace crecer, y aunque se haya tenido momentos divertidos, a casi nadie le gusta
caminar hacia atrás, y son menos todavía quienes aspiran a pasar por el mismo
dolor dos veces.
Además, a pesar de que la
incertidumbre es una constante en la vida, muchas de las preguntas que tenía en
aquel entonces, despacio y a pesar de mi impaciencia, las he ido respondiendo.
Por eso ahora sé que si bien
en la universidad viví situaciones increíbles y felices, ninguna se acerca a la
magia que me provoca ver a mi hijo sonriente y corriendo hacia mí sólo porque
quiere un abrazo.
Partí de Tuxtla Gutiérrez hacia
Cholula el 10 de agosto del 91, y además de despedirme de mis amigos, aproveché
para decirle adiós a mi primer amor platónico, bajo la certeza de que nunca la
volvería a ver.
Sin embargo, y por los
azares del destino, hallé los caminos de vuelta al terruño, me reencontré con
mis amigos de siempre y veinte años después de ese viaje, aquel primer amor
dejó de ser una ilusión para convertirse en una realidad presente, que de
ninguna manera cambiaría por el pasado, y a la que día a día le apuesto por que
se convierta en un largo futuro. Hasta la próxima.
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